viernes, 22 de julio de 2022

Bidireccionalidad

— Míralo —dijo mientras se reía.

— ¿A quién? —respondió Laura.

— Al perro. Míralo.

— Está dormidito. ¿Qué pasa con él?

— Míralo, está indefenso. Podría acercarme a él y cogerle del cuello. Probablemente se despertaría y me miraría con sus ojitos marrones, sin entender bien lo que pasa, pero sin oponer resistencia. Entonces podría ahogarle hasta asfixiarlo. Tardaría un par de minutos y ni siquiera tendría que hacer mucho esfuerzo. Y lo peor de todo es que él no podría hacer nada, porque yo peso, ¿cuánto?, sesenta o setenta kilos más que él. Estaría condenado.

— ¿Pero, qué dices?

— Digo que está indefenso sin mí. Podría matarlo si quisiera. Podría dejar de darle de comer, abandonarlo a su suerte hasta que muriera de hambre.

— ¿Por qué eres tan cruel, Paco?

— No soy cruel. Sólo digo que su vida depende de la mía. Si yo muriera, y nadie me encontrara en un mes, él también lo haría. Su vida está cogida por los huevos. Y es curioso, porque él probablemente sobreviviría en la naturaleza y yo no. Pero en este mundo de humanos en  que se encuentra preso, toda su existencia depende de mí. Soy casi como su dios.

— No seas ingenuo, Paco. Tratas al perro como si fuera un peluche. Lo menosprecias.

— No, no lo menosprecio. Sólo señalo un hecho.

— No señalas nada. Sólo dices tonterías. Te olvidas que es un ser vivo y que, como tal, siente y padece. Y que construyó contigo una relación de confianza. ¿Sabes?, él también podría matarte. Podría, por la noche, acercarse a tu cama y morderte el cuello. Bastaría un bocado firme en la yugular y no podrías hacer nada. Morirías desangrado. Pero no tienes miedo porque sabes que no lo hará, al igual que él tampoco lo tiene porque sabe que tú tampoco lo matarás.

— Eso no lo había pensado, Laura. Pero bastaría con atarlo por la noche a un poste o a la pared. Si lo atara con una cadena de acero gruesa no podría romperla y no podría atacarme. O también podría ponerle un bozal.

— Ya, pero te olvidas de algo más importante: él es tu amigo más fiel, el único que no te abandonaría ni en tus peores momentos. Ni aunque lo trates mal. Porque esa es la virtud y el defecto de los perros, la lealtad a su dueño. En realidad, si el dueño es bueno se trata de una gran virtud, porque sabe que su dueño lo protegerá y lo querrá de la misma manera en que él lo hará. Y entonces se sentirá feliz, colmado.

— Pero que sea fiel no quita que su vida no dependa de mí.

— Claro que lo hace, porque consigue que vuestra relación sea bidireccional. Pero lo logra de una manera en la que ni siquiera te das cuenta. Él no habla con palabras, Paco; él habla con acciones. Sin que te des cuenta, él te hace suyo cuando, tras un duro día en el trabajo, se acerca y se recuesta a tu lado. O cuando te pones a hablar con él y te escucha atentamente. Tú piensas que no te entiende, pero en realidad, él sabe que necesitas alguien que te escuche. Pero eso no es todo. También te posee en el pequeño hábito de sacarlo a pasear tres veces al día: te va a buscar a tu despacho o al sofá y te mira fijamente, reclamando tu atención. Entonces, cuando te levantas y le dices «venga, que nos vamos a la calle», él salta y ladra de alegría y tú te ríes, compartiendo su júbilo. Pero una cosa te diré, Paco: todo esto que te estoy diciendo lo descubrirás tú mismo el día que él ya no esté. Entonces te darás cuenta que con él se fue una parte de ti. Por eso mismo, todo lo que dijiste antes de que su vida dependía de ti eran tonterías. Gilipolleces. 


Paco se levantó de la mesa, dejando en ella el vaso que portaba en su mano derecha, y se acercó al perrillo que, hecho un ovillo, dormía plácidamente en el sofá. Entonces se agachó y alcanzó, delicadamente, con sus labios la cabecita peluda del animal. Le dio un beso dulce, de esos que se dan en la frente a los hijos, y se sentó a su lado. Entonces sonrió. 


— Quizás tengas razón, Laura. Quizás este ser enano sea, en el fondo, más poderoso de lo que yo pensaba.

 

martes, 25 de febrero de 2020


Antonio aparcó su viejo Honda Accord junto al Nissan Qashqai de su amigo. Al lado del suyo, aquel coche parecía de última generación. Antonio abrió el maletero y sacó las cosas para la pesca. A lo lejos, Nicolás lo saludó. Él le devolvió el saludo. Cogió su caña y el cubo en el que llevaba los anzuelos, las plumillas, los plomos y los cebos. También llevaba un pequeño machete. Antonio anduvo hasta Nicolás, que estaba terminando de preparar la lancha. No era un gran barco, pero era suficiente para los dos.


—Buenos días —lo saludó Nicolás.
—Buenos días, Nico. Dejo esto aquí, voy al coche a por la nevera. He comprado Heineken.

Nicolás asintió y cuando su amigo se marchó aprovechó para cargar lo que Antonio había dejado allí. Tardó poco, así que apenas tuvo tiempo para poner en marcha el motor. El agua estaba quieta, pero el barco se tambaleaba un poco a causa del movimiento de los dos hombres. El cielo estaba despejado. Aun así, hacía frío.

Cuando Antonio se montó, Nicolás quitó las amarras e impulsó el barco, luego cogió el timón. La lancha salió del puerto despacio, luego aceleró. El ruido del motor y del viento impedían la comunicación entre los dos amigos. Su silencio duró unos quince minutos, el tiempo que tardaron en llegar al Cañaveral. Pararon el motor, Nicolás echó el ancla y Antonio empezó a preparar su caña. Después, Nicolás hizo lo propio con la suya. Ya sólo tenían que esperar.

—Hacía mucho que no nos veíamos, ¿qué tal va todo? —Nicolás rompió el silencio.
—Es cierto, he estado bastante liado. Pero todo va bien. Y tú qué, ¿qué te cuentas?
—No hay mucho nuevo.

Antonio miró a su amigo, incrédulo, sabía que algo había pasado. Nicolás no lo miraba, estaba concentrado en el agua. Antonio esperó unos segundos, volvió su cara hacia el mar y preguntó:

—¿Estás seguro de que todo va bien?
—Sí, ¿por qué?
—Me has llamado. Sólo me llamas cuando las cosas no van bien.

El silencio incómodo volvió. Ambos siguieron concentrados en el mar. Después de unos minutos Nicolás abrió la boca.

—Me ha echado de casa —Antonio se giró para mirar a su amigo—. Natalia me ha largado. Me ha dicho que ya no me quiere y que lo mejor para las niñas es que me busque otro sitio. Me ha dado una semana.
—¿Qué? ¿Por qué? ¿Pero ha pasado algo?
—No. Las cosas parecían estar bien. Ya sabes que después del aborto la cosa se puso chunga. Ella casi perdió su trabajo y yo tuve que viajar mucho y, bueno, casi lo dejamos. Pero ahora las cosas estaban bien. Salíamos mucho con las chicas. Íbamos al cine, a pasear, a la playa… —Nicolás resopló.
—Es muy raro todo. Deberías hablar con ella, que te diga por qué ya no te quiere. Mereces una explicación.
—Probablemente, pero no sé si quiero hablar con ella.
Nicolás no parecía triste, tan solo impasible. Antonio no sabía muy bien qué hacer.
—¿Tienes dónde quedarte? Puedo hablar con María y te arreglamos la habitación de invitados en un santiamén.
—No te preocupes. Gracias. Puedo pagar un hotel.
—Claro que me preocupo. Somos amigos desde los cinco. Nos criamos juntos y siempre hemos estado el uno para el otro, en las buenas y en las malas —Antonio le dio un golpecito a Nicolás en la pierna—. Quédate con nosotros unos días, hasta que encuentres algo.
—¿Y mis cosas? ¿Qué hago con ellas? No puedo irme de esa casa, mi vida entera está ahí. No puedo.

Nicolás negó con la cabeza. De sus ojos seguían sin brotar ninguna lágrima. Antonio seguía mirándolo, en silencio, sin saber muy bien qué hacer. ¿Qué le dices a tu mejor amigo cuando su mujer lo ha echado de casa sin motivo aparente? Nada, sólo puedes acompañarlo en su llanto.

Entonces se hundió la pluma de Antonio. Había picado algo. La de Nicolás también se hundió. Ambos empezaron a recoger el sedal. Lo hacían lo más rápido que podían, pero eran algo lentos. Había pasado demasiado tiempo desde la última vez y estaban algo oxidados. Aun así, Antonio consiguió subir al barco un maravilloso pargo. Nicolás, que tuvo que luchar más con su adversario, sacó un pez araña. Ambos empezaron a gritar nerviosos. «Córtalo, córtalo». Antonio, con sumo cuidado de no ser rozado por ninguna de las espinas, cortó el sedal. El pez cayó al fondo, arrastrando consigo el anzuelo.


domingo, 24 de febrero de 2019

Desearía escribirte



            Desearía escribirte, para no olvidarte. Así podría llevarte a cualquier lugar. Vendrías conmigo, en mi pequeño cuaderno, donde anoto aquellas cosas importantes que han de sobrevivirme.

            Podría describir en él las curvas de tu figura. También escribiría sobre lo guapa que estás cuando resaltas tu mirada con un poco de rímel y adornas tu sonrisa con ese carmín rosado que sólo tú saber portar. Además, quizá habría sitio también para apuntar que tus ojos son del mismo color que el cielo, o que el olor de tu melena me recuerda al dulzor característico de los mejores melocotones —esos que devorábamos sentados a los pies de aquel gran árbol, junto al riachuelo que pasaba cerca de tu casa.

            Sin embargo, lo que aquellas páginas podrían poseer a penas si serían una leve imagen de lo que eres. En él no entrarían ni la suavidad de tus caricias (aquellas que tanto enrizaban mis vellos), ni tampoco la profundidad de tu mirada, que a veces era terrorífica y otras tantas, tranquilizadora. Claro que, no entrarán porque falte espacio, sino más bien porque irradias demasiada vida.




            Ojalá pudiera escribirte, así podrías acompañarme siempre. Pero se escribe solamente a los muertos, para no olvidarlos. Y tú estás todavía viva. O eso creo. De hecho, estoy seguro de que eres inmortal. Así pues, ojalá me guardes tú, aunque eso signifique mi muerte; porque así yo también seré inmortal. Al menos seguiré existiendo hasta que tu tiempo aquí finalice y continúes mi viaje, o decidas que ya es hora de enterrarme para siempre.

miércoles, 5 de diciembre de 2018

Otra tontería más

Vienen tiempos difíciles. Os contaré lo que me sucedió el otro día en una cafetería que suelo frecuentar. 

El pasado viernes, al salir de clase, fui con una compañera a una cafetería cercana a mi facultad a tomarnos un trozo de tarta y un café mientras discutimos de temas propios de nuestra disciplina. La charla aconteció sin ningún hecho desdeñable. A veces nos emocionábamos demasiado y elevábamos el tono y otras saboreábamos el característico amargor de un expreso bien caliente. Hasta ahí, todo normal. 
Lo curioso sucedió cuando fuimos a pagar. Mi compañera se adelantó y a mí me saludó una muchacha un poco mayor que yo. En lugar de decir «hola», ella articuló «salam aláikum» (espero haberlo escrito correctamente). Yo no me esperaba aquello y, sin saber muy bien qué decir, respondí un simple «sorry» y una media sonrisa. Tras eso, acontecieron unos segundos de dudas de ambos, hasta que conseguimos comunicarnos en español. Me contó que me había confundido con un amigo marroquí de su primo. Y después agachó la cabeza y rápidamente dijo —fui capaz de descifrar cierto miedo en su voz—: «lo siento… Pero que no es nada malo, ni nada…». Después de aquello mi amiga me llamó y esta chica se marchó a otro lugar. Sin embargo, su disculpa sigue rondándome. «No es nada malo». Creo que aquello me dolió. 
No me molestó que me confundiera con un marroquí, tampoco que lo hiciera con un musulmán. Lo que me dañó fue que se tuviera que disculpar de aquella forma, como si acabara de cometer la mayor atrocidad del mundo.

Quizá os parezca una tontería. Pero no lo es. Para nada. El hecho en sí —el que se equivocara— no tiene mayor importancia, de hecho, yo mismo le quité hierro al asunto e intercambié unas cuantas palabras con ella en tono amistoso (debo decir que la joven era realmente educada y muy simpática). Lo que sí tiene mucho peso es su disculpa, porque saca a la luz nuestras vergüenzas. Somos unos intolerantes.

¿Por qué pasan estas cosas? ¿Por qué tiene que disculparse alguien de esa forma, cuando ha cometido un error sin importancia? Algo falla. Lo que ocurre es que estamos llenos de imbéciles, ovejas que se creen las mentiras que salen en la televisión o en la radio. Vergüenza. Eso es lo que siento, vergüenza de que nos pasemos el día entero hablando de lo importante que es la multiculturalidad, de lo esencial que es la tolerancia. De inculcarle a nuestros hijos valores que sólo son válidos con los de nuestro grupo. De que hay que viajar para abrir la mente…; y un sinfín de valores que ni siquiera entendemos. Somos unos hipócritas, y alguien tenía que decirlo. ¡Y estoy hasta los mismísimos cojones de escuchar siempre el mismo discurso de mierda! Que si «vienen a quitarnos el trabajo», que si «se aprovechan de nuestra sanidad»… Idiotas. Que os creéis que es vuestro lo que no os pertenece. Ojalá, lo digo totalmente enserio, ojalá os vayáis a vivir durante una temporada a un país extranjero y os pongáis enfermos, no tiene por qué ser una enfermedad grave, un simple resfriado basta; y cuando vayáis al hospital os digan que no os pueden atender por ser extranjeros. Y os jodáis bien, a ver si así podéis poneros en el lugar de los otros.


Algo no encaja cuando nos apoyamos en la Democracia, “el mayor logro que hemos conseguido en los últimos tiempos”, para defender ideologías que producen odio. Cuando gente que ha viajado a lo largo de todo el mundo, que ha tenido acceso a una educación superior (ha ido a la universidad), que ha conocido a gente tan diferente, que se ha cultivado (piensa siempre lo que dice), se ha dejado apoderar por un discurso lleno de odio. Cuando sobrepone los símbolos a las personas. ¡Ese es nuestro problema! Que nos creemos superiores por el simple hecho de compartir la misma bandera. Hemos olvidado nuestro origen, que son los pueblos los que dan lugar a la nación. Que son las personas las que forman los pueblos. A ver si entendemos que el problema somos nosotros, no ellos. Y que todos somos igual de buenos e igual de malos, porque no hay un pueblo que se salve. No hay nación que no haya cometido atrocidades.


«Liberté, égalité, fraternité».El lema de la República Francesa. El que debería ser el lema de la Democracia. Porque la Democracia no consiste en introducir solamente una papeleta en una urna. Al menos, yo no la entiendo así.

La Democracia es, primeramente, fraternidad. Porque sin ella, todo lo demás carece de sentido. ¿De qué sirve ser iguales o libres si nos odiamos? Cuando odiamos dejamos de respetarnos y eso, lejos de ser un avance, es un atraso. Unir a las personas porque odian a otras personas, no sólo es peligroso; sino también es símbolo de falta de humanidad.

La Democracia es, en segundo lugar, igualdad —quizá sea más correcto decir equidad, pero seré fiel al lema y lo dejaré intacto—. Cuando somos capaces de superar el odio a los demás, al que no es como nosotros, entendemos que son como nosotros. Ni mejores, ni peores. Diferentes. Y, al ser distintos los unos de los otros, sabemos que no hay nadie por encima —por eso creo que «equidad» encaja mejor que «igualdad», porque no somos iguales—, y me gustaría añadir aquí a S.M. el Rey (aunque yo mismo tenga mis más y mis menos con dicha figura).

Por último, la Democracia es libertad. Somos libres porque sabemos que somos propios y, por ello mismo, nos respetamos. Porque todo el mundo tiene derecho a ser como él quiera, sin ser señalado o juzgado. Y eso es algo muy importante, porque si —no sólo lo sabemos, sino que— entendemos esto alcanzamos nuestro mayor grado de dignidad.

Os preguntaréis qué tiene que ver la dignidad en este discurso. Bien. Sin querer explayarme en contenidos metafísicos, señalaré que las personas están formadas por dos dignidades, una moral y otra ontológica. Pues bien, esa moral ontológica sólo está completa cuando apartamos el odio de ella, porque el odio ciega y esta debe ser «capaz de ver» —si os interesa el tema, podéis leer algún manual de antropología metafísica—.

El odio nos denigra como personas. Y eso, en concreto, es lo que más me preocupa, que estamos dejando de ser personas. Nos estamos cegando, dejando llevar por sentimientos infundados. ¿De verdad sois así? Yo no soy quién para deciros lo que debéis pensar, tampoco tengo —ningún filósofo, ni nadie— el poder de deciros la verdad. Mi función (sí, servimos para algo) es la de tratar de hacer que el debate siga abierto, que no os dejéis llevar por ideologías. ¡Qué penséis por vosotros!

No puedo, me niego, creer que de verdad odiéis a los inmigrantes, a los musulmanes, a los que entienden España de una forma diferente —va para todo el mundo—… Si de verdad pensáis que las cosas necesitan un cambio, organizaos y tratad de llevarlo a cabo. Hay muchas opciones, pero ninguna debería ser aquella que se basa en el odio.


Esto es lo que pasa cuando nos centramos en enseñar a sumar o restar, a analizar sintácticamente oraciones o ponemos a los niños a saltar vallas; pero se nos “olvida” enseñarles filosofía. Porque esta no sirve para nada. Tenéis razón. Es más fácil decirles que se odien, total, son imbéciles que piensan que el poder está en una urna. ¡Dejad de reíros de nosotros, de mentirnos, de controlarnos! ¡Empezad a educad de una puta vez! Nuestros enemigos no son aquellos a los que odiamos. Nuestros enemigos son aquellos que nos dicen lo que debemos odiar. Nuestro enemigo es común, y se llama intolerancia. Y, desgraciadamente, hace mucho que habita en nuestros corazones.




Andrés Vega Luque.

miércoles, 21 de noviembre de 2018

Piano


                Estabas preciosa tocando el piano. Sentada con rectitud y con el flequillo ocultando una pequeña parte de tu frente, te veía acariciar con suma delicadeza las blancas porciones, a la par que estas emitían un desgarrador sonido.

                Estabas de perfil y, si bajaba desde la puntita, un tanto colorada, de tu nariz hasta tu cadera, podía dibujar a la perfección tu silueta. La grabé, así como los pequeños hoyuelos que creaban los botones de tu camisa. Vestías una ajustada camisa blanca, junto a un traje oscuro. La chaqueta reposaba sobre el respaldo y, curiosamente, no desabrochaste las mangas. Tus labios portaban con orgullo un vivaz carmín, que chocaba con la melancolía de las notas.

                No era una pieza demasiado compleja, al menos para ti. Era sobria y triste, muy triste. Quizás lo fuera aún más porque sería la última vez que te vería. Tú no lo sabías, pero yo ya había tomado la decisión de alejarme.

                No podía aguantarlo más. Ya hacía tiempo que mi corazón se había roto, pero verte besar a otros, sentir la impotencia que sentía, simplemente me mataba. No pienses que fue fácil, pues no lo fue. Constantemente lloraba —también, a veces, lo hago—. Estuve mucho tiempo alicaído. La gente me preguntaba si estaba bien, me recomendaban ir al psicólogo. Incluso me diagnosticaron depresión. Pero yo no estaba deprimido, no necesitaba aquellas estúpidas pastillas. Yo sólo había dejado de sentir mis latidos. Era incapaz de distinguir si me hallaba en la realidad o en un simple sueño del que no podía escapar.

                Pasaron los años. Muchos, demasiados, tal vez. Iba caminando por la sección de televisores de un gran centro comercial. Abundaban, pero entre todos, distinguí el sonido de uno. Era extremadamente fino y tenía una gran y colorida pantalla. De él se escapan las notas de una melodía olvidada. Instantáneamente supe qué canción era. Sentí un pinchazo en mi interior, pero no fue doloroso. Los nervios me invadieron durante un segundo. Entonces me giré y lo enfoqué. En él se mostraba un plano de un público muy elegante sentados en un gran teatro. La imagen cambió y mostró una imagen tomada desde el techo en la que se veía un brillante piano de cola y a un intérprete tocándolo. En aquel preciso momento pensé que se trataba de ti. Que, tal vez, el caprichoso destino había querido recordarme que una vez sentí. Pero el destino lo escribimos nosotros. Tú no eras aquel músico.

domingo, 21 de octubre de 2018

Vuelo


      Hace mucho tiempo de esta foto —dijo, sosteniendo una postal descolorida entre sus manos—. Cuando la hice era un poco mayor que tú, entonces era alguien muy apuesto y le gustaba mucho a las niñas. Aquel era mi sitio favorito y allí solía llevar a mis novietas, para que vieran la puesta de sol. Eso, pequeño Antonio, es algo que siempre funciona. No sé por qué, pero ver el cielo naranja apagarse nos hace olvidarnos que somos mortales y durante unos minutos sólo podemos mirar cómo el día va muriendo, lentamente.
      ¿Quién es la mujer de la foto, abuelo? ¿Es la abuela?
      No, no es la abuela. Ella era alguien muy especial. Normalmente, cuando llevaba a las chicas allí todas rompían esa atmósfera mágica que se formaba, todas exclamaban lo bonito que era aquello, o se resaltaban el color rojizo de los arreboles.
      ¿Qué es un arrebol, abuelo? —Interrumpió el pequeño Antonio.
      Las nubes, cuando el sol se está ocultando, se ponen de un color anaranjado, ¿verdad? —Antonio asintió—. Pues a eso se le llama arrebol.
      Oh, no lo sabía.
      ¡Pues ya sabes algo nuevo! —hizo una pausa de unos segundos—. Te decía que todas las mujeres a las que llevaba allí rompían el silencio exclamando evidencias. Todas, menos aquella chica. Ella se quedó callada mirando al firmamento. Fue como si hubiera visto algo entre las nubes y no pudiera dejar de mirarlo, o como si hubiera sentido innecesario romper aquel poder. Entonces fui yo el que lo hizo. Le saqué aquella foto, porque la vi hermosa y, desgraciadamente, el sonido del objetivo al disparar la alertó. No se enfadó, simplemente perdió su majestuosidad —el pequeño empezó a mirar raro a su abuelo pues hacía un rato que no entendía bien lo que le pasaba—. Hacerle aquella foto fue como tirar un carísimo jarrón de porcelana china —hizo un ademán de añadir algo, pero no siguió con su relato.
      ¿Qué pasó con aquella mujer, abuelo?
      Estuvimos juntos poco tiempo. Ella se fue a vivir lejos de aquí, a los Estados Unidos y yo no me atreví a seguirla. La quería muchísimo, más que a la abuela —las lágrimas empezaron recorrer sus arrugadas mejillas—, pero tenía mucho miedo.
      ¿Era tu media naranja, abuelo?
      ¿Dónde aprendes esas cosas, Antoñito? —rio mientras lo decía.
      Es lo que oigo en las películas que ven papá y mamá, y en sus conversaciones. Siempre dicen que quieren ser como la abuela y tú, una naranja completa.
      Valientes dos románticos que están hechos tus padres… Yo no sé —su tono se tornó más serio— si existen las medias naranjas o no, lo que sé es que no hay día de mi vida que no me haya arrepentido, por un lado, de no haberme ido con ella. Antoñito, yo quería mucho a la abuela, no olvides eso. Junto a ella pude formar una familia. Tú estás aquí gracias a que me quedé aquí. Pero, si pudiera volver a ser joven, me marcharía. Recuerda esto, pequeño: a veces, lo correcto no siempre la mejor opción. A veces necesitamos un poco de locura, y hacer lo que sintamos que debemos hacer, aunque todo el mundo diga lo contrario. Es tu vida, no dejes que otros te la dirijan.


Sonó entonces el estruendo del despertador. Era hora de vestirse y coger la maleta, un largo vuelo esperaba.

domingo, 14 de octubre de 2018

Naranja.


El dulce color anaranjado de las nubes brillaba con la misma fortaleza que tu sonrisa. Rompía la uniformidad azulada del cielo y me recordaba la definición de revolución. Quizás sólo fuera una experiencia estética, pero si hubiera de tener algún significado, sin lugar a dudas, éste sería esperanzador. Era lo único con luz en aquella sombría escena.

La tierra me recordaba que mi lugar estaba en la oscuridad y, cuánto más rápido iba, más se difuminaba todo; fundiéndome en su interior. Pero eso no pasaba allí arriba. Daba igual la velocidad, daba igual que los arbustos taparan el horizonte; las nubes sabían escapar. Y encontraban la forma de atravesar aquella difusa silueta. Bastaba con alzar la mirada. Entonces ocurría. Su magia te cautivaba y, por un instante, te sentías como un pájaro. Libre, inmortal, único. Ya no eras una simple sombra encadenada a un mundo de realidades, te convertías en alguien capaz de volar entre un sinfín de posibles.

Pero el naranja se marchó y dio paso a la noche. Y toda esa magia se fundió en forma de pequeñas joyas brillantes, mecidas al son de una nana que cantaba alguien desde el canto de la media luna:
Duerme, pequeño. Ya volarás mañana.