Ahora quedan muy lejos todos
estos recuerdos, pero no puedo evitar pensar en ellos, junto a todas las
preguntas que acarrean.
Nuestras vidas dieron muchas
vueltas, al menos la mía. Jamás imaginé una existencia así. Aunque deseaba
viajar lejos y residir en la ciudad que más me atrapara, lo cierto es que, en
el fondo, sólo quería que alguien me dijera, muy suave y bajito al oído:
"quédate". Por supuesto, eso nunca llegó a pasar, y, en cierto modo,
debo estarle agradecido al dichoso destino por haberme dejado perseguir lo que
una vez llamé sueños.
Sin embargo, es en noches como
esta (lluviosas y melancólicas) en las que mis experiencias de juventud afloran
desde las profundidades de una mente inconexa e, incluso, un tanto alocada.
Aún recuerdo, cada vez con menos
precisión, una de nuestras primeras citas. Llevabas un ceñido y corto vestido
rojo, acompañado por unas medias negras y unos tacones del mismo rojo pasión
del precioso atuendo. No ibas maquillada (casi nunca lo hacías), salvo por el
carmín de tus labios. Sin duda, a lo largo de los años me he ido dando cuenta
de lo bella que fuiste y siempre has sido.
Sin embargo, por aquel entonces
yo perseguía la falda de una cantante sin éxito de country americano que era
todo lo contrario a ti: estúpida, vanidosa y muy, muy atractiva (y no es que tú
no lo fueras, sólo que no supe verlo). Tú, por tu parte, aún seguías con aquel
maravilloso chico al que tiempo después dejarías. "Es demasiado bueno para
mí, acabaré haciéndole daño", fueron tus palabras. Lo cierto es que nunca
llegaría a entender el por qué lo hiciste, y creo que ni tú misma lo sabías.
Aquella noche nos divertimos
mucho, tanto que, a pesar de los años que han pasado, pocas veces lo he pasado
tan bien. No es que fuera nada del otro mundo, pero hubo algo que no ha vuelto
a estar presente nunca. Quizás fuera una mezcla de todo: te recuerdo sentada en
la barra de un bar sobre un taburete alto, bebiendo de tu pajita negra aquel
líquido transparente en un vaso de tubo, mientras me mirabas con los ojos muy
abiertos, escuchando, sin perder ni un solo detalle; la historia que te
contaba. De fondo sonaba Tears in Heaven,
así que el maestro Eric Clapton ponía ese matiz nostálgico que toda buena
velada debe tener.
Cuando me enteré de tu muerte
puse aquella misma canción en mi viejo equipo de música y rememoré aquella
conversación. Los años han borrado de mi memoria las palabras que dije
entonces, pero tus ojos marrones mirándome tan grandes jamás se me olvidarán.
Junto al recuerdo de aquella noche, quizás motivada por la magia de esa
melodía, una pregunta vino a mi cabeza: "¿qué hubiera pasado si nos
hubiéramos besado?"
Durante años elaboré mil y una
respuestas, suponiendo que alguna en la que los dos acabábamos juntos sería la
correcta, pero, extrañamente, la que más real me pareció fue aquella en la que,
después de encajar el dulce golpe que se produce entre dos labios que se besan,
me sonreías y, con una naturalidad y una confianza propias de ti, me decías:
"sabes que no saldría bien. Somos de dos universos distintos".
Después, me besabas una mejilla y, tan elegante como siempre, te ibas hacia tu
coche silbando una de esas canciones de amor mexicanas que tanto te gustaban.
Hoy se cumplían veinte años de tu muerte y he
vuelto a poner esa vieja canción de Clapton, pero esta vez, en lugar de buscar
otra respuesta a esa pregunta sin contestar, he lanzado un beso a la nada. El
beso que nunca te di y que siempre te perteneció.