Desearía
escribirte, para no olvidarte. Así podría llevarte a cualquier lugar. Vendrías
conmigo, en mi pequeño cuaderno, donde anoto aquellas cosas importantes que han
de sobrevivirme.
Podría
describir en él las curvas de tu figura. También escribiría sobre lo guapa que
estás cuando resaltas tu mirada con un poco de rímel y adornas tu sonrisa con
ese carmín rosado que sólo tú saber portar. Además, quizá habría sitio también
para apuntar que tus ojos son del mismo color que el cielo, o que el olor de tu
melena me recuerda al dulzor característico de los mejores melocotones —esos
que devorábamos sentados a los pies de aquel gran árbol, junto al riachuelo que
pasaba cerca de tu casa.
Sin embargo,
lo que aquellas páginas podrían poseer a penas si serían una leve imagen de lo
que eres. En él no entrarían ni la suavidad de tus caricias (aquellas que tanto
enrizaban mis vellos), ni tampoco la profundidad de tu mirada, que a veces era
terrorífica y otras tantas, tranquilizadora. Claro que, no entrarán porque
falte espacio, sino más bien porque irradias demasiada vida.
Ojalá
pudiera escribirte, así podrías acompañarme siempre. Pero se escribe solamente
a los muertos, para no olvidarlos. Y tú estás todavía viva. O eso creo. De
hecho, estoy seguro de que eres inmortal. Así pues, ojalá me guardes tú, aunque
eso signifique mi muerte; porque así yo también seré inmortal. Al menos seguiré
existiendo hasta que tu tiempo aquí finalice y continúes mi viaje, o decidas
que ya es hora de enterrarme para siempre.