Dicen que la única manera de
saber quiénes son tus verdaderos amigos es hacer que te metan en la cárcel. Y
en una época tan oscura como una dictadura, acabar allí está pan comido. No
tuve que hacer mucho más que pasear por las calles de la ciudad al son del
grito: “Muerte a Franco y a esa escoria fascista”.
La mayoría de los transeúntes me
miraban de reojo, con miedo a ser relacionados conmigo. Algunos jóvenes me
echaban miradas desafiantes. De hecho, un par de ellos venían hacia mí cuando
una pareja de policías corría hacia mí, porra en la mano. Eso los detuvo. Los
golpes fueron certeros y secos, haciendo surgir hematomas en mis vastas piernas
y en mis curtidos brazos. Caí al suelo tras encajar los violentos impactos y no
me resistí a ser esposado.
Por aquel entonces yo era un
hombre poderoso, alguien que asistía a todas las fiestas que la élite
organizaba. Bebía un buen whisky escocés de importación, que solía compartir
con el alcalde y fumaba los mejores cubanos, regalos del embajador en la
capital. Me consideraba un hombre con mucho poder y, por supuesto, con amigos.
Aunque, no me conformaba con eso. Quería saber quién se acercaba a mí para
tener una porción de poder y quién lo hacía con desinterés. Hablé entonces con
mi hijo y le conté mi plan: haría que me encarcelaran y le diría que expandiera
la noticia por mi círculo. Le dije que pidiera ayuda a mis “amigos” con la
fianza, alegando que habían congelado mis cuentas. No obstante, como hombre
precavido que soy, le di a mi hijo una jugosa cantidad de dinero, lo
suficientemente grande como para poder pagar tres o cuatro veces el precio de
la multa. Le especifiqué también que después de tres noches en el calabozo,
abonara la cantidad fijada y me devolviera la libertad.
Quizás a otro hombre, de otra
posición social, lo hubieran condenado a trabajos forzados —o, incluso a
muerte— por aquellos gritos, pero también avisé al ministro que se encargaba de
dirigir a los cuerpos de seguridad de que se trataba de un experimento (por
supuesto, con un jugoso jamón entendió la importancia de tal experiencia). Así
que, en cierto modo, jugaba con ventaja.
El primer día no vino nadie, a
parte de mi hijo (el teatro debía ser creíble) a verme. Pero no me apuré, aún
era pronto. El segundo día tampoco vino nadie, pero mi primogénito llamó.
Confirmó mis sospechas, ninguno de mis allegados se atrevía, siquiera, a poner
dinero para sacarme de prisión. La última jornada se hizo una eternidad. Por
supuesto, no esperaba a nadie. Sin embargo, un viejo conocido apareció por
allí. Bernardo.
Al verle pensé, que quizás iba a
visitar a alguno de los presos que estaban en las otras celdas, eran chicos
jóvenes que bien pudieran haber sido sus hijos. Pero me sorprendió que se
detuvo delante de mi celda.
—
Señor Pascual, no sé si me recordará. Soy
Bernardo, viejo amigo suyo en la escuela. Yo sé que hace mucho de aquello y
posiblemente no se acuerde de mí. Seguro que la multitud de personas a las que
conoce han desplazado a mi persona de su memoria.
—
Bernardo, claro que me acuerdo de usted.
—
Verá, llegaron rumores de que estaba usted en
prisión y que no había conseguido reunir el dinero para la fianza. Yo no tengo
mucho, pero si lo necesita, lo pongo a su disposición. Sé que su hijo es el
encargado de recoger las pelas, así que no se preocupe. Yo se las llevaré. No
se merece eso.
Para nada me
esperaba ese detalle de un pobre campesino al que hacía diez años que no veía.
Cuando salí de
la cárcel, tres noches después de entrar, como había pactado con mi hijo, fui
al pueblo en busca de Bernardo. Lo encontré labrando el campo. Al verme dejó su
faena y me saludó. Le hice un gesto con la mano y lo invité a subir a mi
Hispano-Suiza.
—
Estoy sucio, señor —se negó—.
—
Vamos, no se haga de rogar.
—
Está bien, si insiste…
Cuando ya estuvo acomodado a mi lado le dije que
indicara al conductor el camino hasta su casa. Atravesamos medio pueblo hasta
llegar a un pequeño y humilde chamizo.
—
No es muy grande, pero al menos nos protege del
calor en verano y del frío en invierno y de la lluvia.
Extendí entonces mi billetera y garabateé unos ceros
detrás de un uno y una rúbrica. Arranqué el cheque y se lo di.
—
Tome Bernardo, con esto vivirá bien el resto de
su vida. Su familia no volverá a pasar hambre. Además, si acepta, me gustaría
pagarle una educación digna a su hijo, para que pueda vivir en la ciudad y gane
un buen sueldo.
—
Señor, eso es demasiado…
—
No, usted fue el único amigo que tuve cuando más
los necesitaba. Déjeme agradecérselo como es debido.
[…]
Bernardo murió hace un año, jamás se mudó de aquella vieja
choza, sin embargo, hice que enterraran a su mujer y a él en el mausoleo de mi
familia. Su vida fue dura, pero, al menos; me queda el consuelo de saber que en
su última etapa fue feliz. El dinero dejó de ser un problema y desde entonces
me encargué de introducirlo en aquel mundo de fachada miserable en el que
vivía. Nunca fue bien visto allí, sin embargo, para mí aquel hombre sencillo y
fiel era mucho mas humano que cualquiera de las presas adineradas que se bebían
mi whisky y se fumaban mis cigarros.