Estabas preciosa tocando el piano. Sentada con rectitud y con
el flequillo ocultando una pequeña parte de tu frente, te veía acariciar con
suma delicadeza las blancas porciones, a la par que estas emitían un
desgarrador sonido.
Estabas
de perfil y, si bajaba desde la puntita, un tanto colorada, de tu nariz hasta
tu cadera, podía dibujar a la perfección tu silueta. La grabé, así como los
pequeños hoyuelos que creaban los botones de tu camisa. Vestías una ajustada
camisa blanca, junto a un traje oscuro. La chaqueta reposaba sobre el respaldo
y, curiosamente, no desabrochaste las mangas. Tus labios portaban con orgullo
un vivaz carmín, que chocaba con la melancolía de las notas.
No era
una pieza demasiado compleja, al menos para ti. Era sobria y triste, muy
triste. Quizás lo fuera aún más porque sería la última vez que te vería. Tú no
lo sabías, pero yo ya había tomado la decisión de alejarme.
No
podía aguantarlo más. Ya hacía tiempo que mi corazón se había roto, pero verte
besar a otros, sentir la impotencia que sentía, simplemente me mataba. No
pienses que fue fácil, pues no lo fue. Constantemente lloraba —también, a
veces, lo hago—. Estuve mucho tiempo alicaído. La gente me preguntaba si estaba
bien, me recomendaban ir al psicólogo. Incluso me diagnosticaron depresión.
Pero yo no estaba deprimido, no necesitaba aquellas estúpidas pastillas. Yo
sólo había dejado de sentir mis latidos. Era incapaz de distinguir si me
hallaba en la realidad o en un simple sueño del que no podía escapar.
Pasaron
los años. Muchos, demasiados, tal vez. Iba caminando por la sección de
televisores de un gran centro comercial. Abundaban, pero entre todos, distinguí
el sonido de uno. Era extremadamente fino y tenía una gran y colorida pantalla.
De él se escapan las notas de una melodía olvidada. Instantáneamente supe qué
canción era. Sentí un pinchazo en mi interior, pero no fue doloroso. Los
nervios me invadieron durante un segundo. Entonces me giré y lo enfoqué. En él
se mostraba un plano de un público muy elegante sentados en un gran teatro. La
imagen cambió y mostró una imagen tomada desde el techo en la que se veía un
brillante piano de cola y a un intérprete tocándolo. En aquel preciso momento
pensé que se trataba de ti. Que, tal vez, el caprichoso destino había querido recordarme
que una vez sentí. Pero el destino lo escribimos nosotros. Tú no eras aquel
músico.
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