Cuando esa vieja canción había
dejado de sonar, el tocadiscos aún giraba sin parar, a la espera de que alguien
lo rescatara del sonido uniformemente deprimente que emitía. Desacompasado
bailaba el péndulo, siguiendo su propio ritmo, pero marcando el tempo. La
habitación, tenuemente iluminada por las ascuas de la chimenea iba rindiéndose,
poco a poco, al mayor secuaz de la noche. Y el calor dejaba atrás las cenizas,
de lo que una vez fueron jóvenes robles, buscando la salida de aquella prisión
de ladrillos, y poder así bailar con las estrellas.
Sobre la alfombra de cuadros
marrones, un perro blanco con manchas pardas dormía profundamente, hecho un
ovillo. Al lado había un gran sillón en
el que un viejo arrugado dormía. El pijama de delicada seda con detalles
bordados en hilo de oro delataba el tipo de dueño que era. Seguramente, a nadie
se le ocurriría pensar que el viejo sufrió una posguerra en su niñez y trabajó
duro durante su juventud hasta que un día, una oferta en América le prometería
un sinfín de riquezas. Lo más probable es que, el ladrón al que la luna acusaba
sigilosa e impotentemente, no se le ocurriera reflexionar acerca de las tres
quiebras que sufrió aquel buen hombre antes de tener un poco de suerte en los
negocios. Pero, ¿qué importa el desarrollo en un mundo de finales?
El ladrón, experimentado y
escarmentado de errores del pasado, se asomó por la ventana y echó un vistazo
fugaz pero eficaz. Fijó su objetivo en un gran huevo de oro que brillaba con
una intensidad propia, reflejando la luz que se colaba por la cristalera. Con
sumo cuidado analizó la estructura de la casa en busca de algún punto débil.
Por supuesto, lo encontró.
Escaló hasta el balcón de la
segunda planta, que se hallaba entrecerrado. La ausencia de viento impedía que
se agitara, así que tendría que tener más cuidado para no hacer ruido. Entró en
la casa y lo primero que encontró fue una gran cama. Demasiado grande para un
simple viejo, pensó. Obvió que en aquel lecho hace años compartieron vida una
joven pareja de soñadores empobrecidos. Se descalzó y guardó el par de botines
en la mochila de tela que llevaba en la espalda. Notó el frío recorriendo su delgada
y tensa figura. Por un instante se quedó tan quieto, tratando de acostumbrarse
al gélido tacto de las baldosas de mármol, que pensó que se había congelado.
Pero, un paso firme en dirección de la escalera le recordó que aún estaba vivo
y que iba a robar a un humilde señor. –Aunque, si era tan rico, “perder” un
simple huevo no le supondría un gran extravío– se consoló. Claro que, el
ladrón, ajeno de imaginación, fue incapaz de pensar que aquel huevo fue una vez
el objeto favorito de un hijo fallecido. Un inocente ser que tiempo atrás
correteó por aquella casa. Alguien que pasaba las tardes contemplando el
envolvente y agitador tono dorado, en el cual se reflejaba el fuego, en busca
de la tranquilidad y la serenidad que sólo el latir de un corazón es capaz de
asegurar.
Llegó al salón y antes de entrar
echó un vistazo. Sólo tendría que no despertar al perro y esa no era una tarea
complicada pues estaba justo en el lado contrario de la cómoda sobre la que
descansaba el ovalado objeto. Aquel sería el primer robo sencillo en mucho
tiempo. Atravesó, decidido y sigiloso la estancia, hasta llegar al huevo. Se
paró justo delante de él, con el viejo a sus espaldas. Agarró el huevo y el
acto en sí le pareció muy familiar. Analizó y reanalizó el objeto y comprendió
a dónde lo teletransportaba: a su niñez.
–
Hijo.
Y esta vez el
ladrón sí que se congeló.