lunes, 26 de febrero de 2018

Ladrón.


Cuando esa vieja canción había dejado de sonar, el tocadiscos aún giraba sin parar, a la espera de que alguien lo rescatara del sonido uniformemente deprimente que emitía. Desacompasado bailaba el péndulo, siguiendo su propio ritmo, pero marcando el tempo. La habitación, tenuemente iluminada por las ascuas de la chimenea iba rindiéndose, poco a poco, al mayor secuaz de la noche. Y el calor dejaba atrás las cenizas, de lo que una vez fueron jóvenes robles, buscando la salida de aquella prisión de ladrillos, y poder así bailar con las estrellas.
Sobre la alfombra de cuadros marrones, un perro blanco con manchas pardas dormía profundamente, hecho un ovillo.  Al lado había un gran sillón en el que un viejo arrugado dormía. El pijama de delicada seda con detalles bordados en hilo de oro delataba el tipo de dueño que era. Seguramente, a nadie se le ocurriría pensar que el viejo sufrió una posguerra en su niñez y trabajó duro durante su juventud hasta que un día, una oferta en América le prometería un sinfín de riquezas. Lo más probable es que, el ladrón al que la luna acusaba sigilosa e impotentemente, no se le ocurriera reflexionar acerca de las tres quiebras que sufrió aquel buen hombre antes de tener un poco de suerte en los negocios. Pero, ¿qué importa el desarrollo en un mundo de finales?
El ladrón, experimentado y escarmentado de errores del pasado, se asomó por la ventana y echó un vistazo fugaz pero eficaz. Fijó su objetivo en un gran huevo de oro que brillaba con una intensidad propia, reflejando la luz que se colaba por la cristalera. Con sumo cuidado analizó la estructura de la casa en busca de algún punto débil. Por supuesto, lo encontró.
Escaló hasta el balcón de la segunda planta, que se hallaba entrecerrado. La ausencia de viento impedía que se agitara, así que tendría que tener más cuidado para no hacer ruido. Entró en la casa y lo primero que encontró fue una gran cama. Demasiado grande para un simple viejo, pensó. Obvió que en aquel lecho hace años compartieron vida una joven pareja de soñadores empobrecidos. Se descalzó y guardó el par de botines en la mochila de tela que llevaba en la espalda. Notó el frío recorriendo su delgada y tensa figura. Por un instante se quedó tan quieto, tratando de acostumbrarse al gélido tacto de las baldosas de mármol, que pensó que se había congelado. Pero, un paso firme en dirección de la escalera le recordó que aún estaba vivo y que iba a robar a un humilde señor. –Aunque, si era tan rico, “perder” un simple huevo no le supondría un gran extravío– se consoló. Claro que, el ladrón, ajeno de imaginación, fue incapaz de pensar que aquel huevo fue una vez el objeto favorito de un hijo fallecido. Un inocente ser que tiempo atrás correteó por aquella casa. Alguien que pasaba las tardes contemplando el envolvente y agitador tono dorado, en el cual se reflejaba el fuego, en busca de la tranquilidad y la serenidad que sólo el latir de un corazón es capaz de asegurar.
Llegó al salón y antes de entrar echó un vistazo. Sólo tendría que no despertar al perro y esa no era una tarea complicada pues estaba justo en el lado contrario de la cómoda sobre la que descansaba el ovalado objeto. Aquel sería el primer robo sencillo en mucho tiempo. Atravesó, decidido y sigiloso la estancia, hasta llegar al huevo. Se paró justo delante de él, con el viejo a sus espaldas. Agarró el huevo y el acto en sí le pareció muy familiar. Analizó y reanalizó el objeto y comprendió a dónde lo teletransportaba: a su niñez.
         Hijo.
Y esta vez el ladrón sí que se congeló.