martes, 21 de agosto de 2018

Roquefort.

Jamás imaginé que Betty acabaría yéndose de la forma en que lo hizo. Por aquel entonces estábamos muy enamorados, se podría decir que nos queríamos de verdad. Ella decía a todas horas que acabaríamos casándonos en una gran iglesia en el sur. Yo bromeaba con que me marcharía a comprar tabaco si eso algún día llegara a ocurrir. No quería casarme, quería seguir siendo libre. Cuando tu novia se convierte en tu mujer tienes un compromiso aún más grande con ella, ya no es otra más con privilegios, sino que se convierte en la única. 

Los dos teníamos amantes, ambos lo sabíamos, pero preferíamos omitir esa parte de nuestra vida. Aunque alguna vez vi algún que otro mensaje de él, en general, Betty solía ser mucho más discreta que yo en ese aspecto. A mí se me solía olvidar no dejar el teléfono a su alcance y ella solía aprovechar para echarle un vistazo. Entonces se ponía muy celosa, lo notaba en su mandíbula, que se hinchaba tanto que parecía que iba a estallar. Sus ojos también se entrecerraban y su tono de voz se volvía más seco. Sin embargo, no podía quejarse porque ella estaba en la misma situación que yo. Pero a mí me daba igual que se tirara al cartero. Era libre y se lo recordaba cada vez que veía su característica pose. Me encargaba de soltar algún comentario que tuviera que ver con este sentimiento. A veces le decía que tal persona había conocido a otra persona y se había fugado dejando a su compañero sentimental tirado con dos hijos y una hipoteca. Eso la reventaba. No soportaba que hablara de la hipoteca. Vivíamos alquilados en un viejo piso a las afueras. Era barato y, aunque podíamos permitirnos algo mejor, prefería vivir en aquella tumba. Pensaba que si ella aguantaba allí es porque me quería de verdad. A cambio de su lealtad, solía regalarle alguna joya cada año por su cumpleaños.

Yo era abogado el becario de un bufete bastante importante, lo cual me daba caché. Ella limpiaba cristales en una multinacional. A veces, además de los cristales, ayudaba al Director a aliviar tensiones, a cambio de una pequeña paga extra, claro está. Pero era una romántica y el dinero que ganaba succionando los males de un pobre anciano se los gastaba en vino barato y una especie de matarratas francés al que llamaba Roquefort. Yo, por pura cortesía, debía poner cara de entusiasmo y fingir que no sabía nada de sus horas extras. Ella me decía que llevaba meses ahorrando para darse sus caprichos, pero que se sentía mal si no se gastaba algo en mí. Eso era amor, yo regalándole diamantes cada 15 de noviembre y ella haciendo felaciones para poder comprarse unos tacones de leopardo con un precio desorbitado y vino y queso baratos para mí. Éramos la envidia de nuestros amigos. 


Por eso me sorprendió que se marchara sin ni siquiera avisar. Un día, por la mañana estaba cambiándose para ir a trabajar y esa misma tarde cuando llegué del bufete no quedaba ni rastro de sus bufandas con estampados de serpientes. Tiempo más tarde supe por un periódico local, que un viejo directivo de la empresa en que trabajaba Betty, y que se había fugado con una limpiadora, había aparecido muerto en la bañera de un hotel de cinco estrellas de una capital europea. Por supuesto, de la acompañante treinta años menor, apenas decía nada. Maldita hija de puta con suerte. Había conseguido destrozar un matrimonio y, encima, se llevó todo el dinero. Era una arpía lista. Podría haber vuelto, podríamos haber vivido en un piso más grande y haber comido Camembert. Eso sí que era un buen queso y no esa cosa mohosa a lo que llaman Roquefort.

martes, 14 de agosto de 2018

Libertad.


A veces me descubro mirando tu retrato, aquel que nos hizo un joven gitano en una transcurrida plaza veneciana. En él se habían quedado grabado los trazos de tu belleza jovial, carente de arrugas y preocupaciones. Tu sonrisa era auténtica. Eras feliz.
                Cuando lo miro, no pienso en nada. Simplemente me dejo llevar por mis recuerdos. Suelo acordarme de un paseo que dimos por el monte que había detrás de casa de tus padres. Era un día no excesivamente caluroso de verano y decidimos ir allí en lugar de a la playa, para poder desconectar del mundo. Una vez allí, iniciamos una travesía, sin rumbo. Simplemente empezamos a andar en una dirección, subiendo por un pequeño sendero y sentándonos sobre la tierra. El color pajizo de la hierba señalaba que era una época de sequía, sin embargo, a nosotros eso no nos preocupaba demasiado. Caminábamos dibujando una coreografía improvisada con nuestro cuerpo. Cualquiera que nos viera de lejos hubiera pensado que estábamos un poco borrachos o demasiado enamorados. Lo estábamos, al menos yo.
                Pero tú eras como la Luna, un ser único, sin dueño. Eras libre y lo sabías. Y por eso te quería, porque no necesitabas que te poseyera, sino que camináramos al lado el uno del otro. Éramos diferentes. No nos decíamos cosas como «eres mío» o «te quiero para mí solo», simplemente nos mirábamos y las palabras sobraban. Y ambos sabíamos que cualquiera podía alejarse en cualquier momento, sin embargo, ninguno tuvo miedo. Nos cogíamos de la mano y al rato nos soltábamos. Era nuestra forma de querernos. Libres, sin cadenas emocionales, pero con un amor verdadero. En cierto modo, creo que era producto de nuestra forma de entender el mundo. Se nos había quedado pequeño, nos asfixiaba. Por eso preferíamos el cielo, porque ahí podíamos volar. Y porque la Luna velaba por nosotros. Durante el día éramos extraños que se acariciaban y se besaban y se hablaban. Durante la noche un vínculo profundo se formaba entre nosotros. Y cuando alzaba la mirada al cielo nocturno, mi duda se despejaba. Estábamos hechos para estar juntos, pero solo bajo la atenta mirada de las estrellas.
                Por eso, cuando te marchaste, no te eché de menos mientras el sol reinaba en el firmamento. Pero sí que te añoraba por las noches. Me sentía vacío, no como alguien que nunca ha sentido, sino como alguien que lo ha perdido todo, pero a la vez no ha perdido nada. Y era así porque los dos éramos libres.

               
                Han pasado muchos años ya. Ahora tengo esa familia que tanto deseé y un buen puesto en una de esas multinacionales que tanto detestábamos. No te mentiré, tenía razón cuando te dije que mi ser acabaría muriendo. Creo que es mi castigo. Al principio traté de llenar mi vacío con alcohol, después con mujeres. Pero al final dejé que me consumiera. Decidí que era más sencillo buscar un buen empleo que me diera los suficientes dolores de cabeza como para no sentir esa ausencia en mí. Y, por si eso no bastaba, también busqué una buena y aburrida mujer y tuvimos dos preciosos hijos. Ninguno de ellos tiene la culpa de nada, faltaría más. Sin embargo, creo que sienten que no son suficiente. Claro que, ¿cómo podría explicarle que, en realidad, lo que pasa es que hace mucho que dejé de ser yo mismo? Pero soy feliz, al menos todo lo que puedo serlo.
                Después de que te fueras decidí no molestarte. Sabía que necesitabas tiempo para encontrarte. Yo también lo necesitaba. Pero confiaba en que acabarías regresando. Quizás por eso no luché. Aunque, tal vez, en el fondo estaba muerto de miedo. Sin embargo, ¿acaso importa ya? La vida ha sido justa conmigo. Perdí mucho, es cierto, pero jamás fue mi intención dejarlo ir. Y ella lo sabía, y por eso me recompensó, en cierto modo.


                Aún no es tarde para reencontrarnos. Todavía puedo buscarte, pero ¿y si estás en brazos de otro hombre? No puedo arriesgarme. Y es doloroso, créeme. Sin embargo, no puedo arriesgarme. Ya no. Dicen que «el que juega con fuego se acaba quemando». Bien, pues yo digo que el que pasa demasiado tiempo entre las estrellas acaba estrellándose. Y eso es lo que me pasó, que me estrellé. Espero que tú aún sigas volando, por mí. Por ti. Porque tú siempre fuiste libre y yo sólo un preso más.

jueves, 2 de agosto de 2018

Los mismos ojos.

Paseábamos juntos por la playa. Llevábamos un buen rato cuando dijiste de tumbarnos sobre la arena. Estaba tibia y el sol, casi escondido. Pero, era un placer estar allí, contigo, los dos solos. Coloqué cuidadosamente la toalla en la arena, dando la sensación de ser una alfombra. Te sentaste, cruzando tus piernas. Yo aproveché aquella postura para usarlas de almohada, eran muy cómodas. Los desniveles de la arena hacían que la postura fuera un poco incómoda, así que me agité. Tú me miraste extrañada y sonreíste. No sé si era fruto de la apuesta de sol, o simplemente tu presencia, pero me gustaba aquello. Quizás podría decirse que me sentía alegre. 

Empezaste a jugar con mi pelo, formando remolinos entre mis rizos y uniéndolos en trenzas o pequeñas coletas. Debía ser gracioso porque reías cual niño pequeño en aras de sus travesuras. Aquella era la mejor banda sonora, el silencio de dos seres que se entienden sólo con miradas y las carcajadas. De vez en cuando abría los ojos y te miraba, pero tú no lo sabías, porque mis gafas reflejaban los últimos rayos. Debía ser duro querer mirar el alma de alguien y no ver más que los reflejos de unos cristales de espejo azul. En cambio, yo sí que veía los tuyos. Cuando reían, irradiaban felicidad pura y sincera. Cuando callabas, dolor. 

Rememoré los años que antecedieron a aquel momento. Tenías esa misma mirada de infelicidad e incomprensión. Quise preguntarte qué es lo que te comía por dentro, pero hacía demasiado tiempo que me rendí. Conocer a las personas las humaniza y eso es un problema. Puedes llegar a entenderlas, o no; pero sufres con ellas. Odio eso, por eso prefiero perderme entre la espuma de la cerveza. Dicen que hay quien bebe para olvidar, otros para escapar; yo, simplemente, para no sentir.


Cerré los ojos y giré la cabeza. Tú no te diste cuenta y seguiste en tu tarea. Al menos, mientras jugabas con mi cabello podías ser feliz.