jueves, 26 de octubre de 2017

Laura.

         Cuando llegué a casa Alicia estaba en la cocina, de pie, esperándome. Un escalofrío me
invadió el cuerpo. Algo había hecho mal, pero no sabía el qué.
         Empezó a contarme la historia de una tía de su madre. ¿Qué quería decirme con aquello? En
fin, yo sólo podía asentir, simulando que prestaba atención. Aunque lo cierto es que no podía dejar
de pensar en el partido de esa noche. Nos lo jugábamos todo contra nuestro rival directo. De pronto
me pareció oír la palabra “hijos”. El mal presentimiento empezaba a convertirse en una realidad.
Alicia provenía de una familia en la que abundaban los hijos, al menos tenías que tener tres para
que te consideraran un buen descendiente. ¡Valiente estupidez y menuda carga! Ya habíamos
hablado varias veces sobre el tema, y siempre se enfadaba muchísimo porque le decía que no
pretendía tener más de uno o dos hijos. “Seremos la vergüenza de la familia.” Siempre me decía.
“De tu familia.” Contraatacaba yo. Después de mi defensa, siempre me llovía una manta y un
condena un tanto injusta. “Esta noche duermes en el sofá.” A veces pensaba que si ella no fuera tan
guapa ni siquiera me molestaría en aguantarla.

            Cuando las palabras “hijos” y “familia” comenzaban a sonar muchas veces en poco tiempo en su discurso, me dirigí a la nevera y la abrí. Saqué un refresco. Odiaba que me pusiera a juguetear con la anilla de una lata, así que hice eso. Después de unos minutos se fue, muy ofendida de la cocina. Yo miré entonces el reloj y vi que quedaban apenas treinta minutos para el partido, así que me fui. De camino al estadio sonó una balada de Sting en la radio y, sin saber muy bien por qué, la imagen de una muchacha me vino a la cabeza.
            Era muy joven, vestía como una universitaria cualquiera, con unos vaqueros y una camiseta
blanca. Estaba sentada en el bordillo de una gran fuente, en mitad de un parque. Posiblemente era
medio día porque su melena brillaba en sintonía con el agua. Miraba hacia el lugar desde que yo la
contemplaba y sonreía. Además, tenía las mejillas un poco sonrojadas.
            Después alguien la llamaba y ella se giraba. Y ahí acababa ese recuerdo.
            No pude quitarme de la mente la imagen de aquella chiquilla. Estuve los noventa minutos
que duró el partido dándole vueltas.

           

            Cuando llegué a casa, contento por un lado (habíamos ganado el partido) y pensativo por
otro, me cayó en la cabeza una almohada. Aquello me molestó bastante y exploté.
            Durante los cincuenta minutos siguientes, el salón se convirtió en un campo de batalla con
gritos, insultos y cojines volando. Hasta que metí la pata. No sé por qué, sólo sé que dije “Con
Laura esto no pasaba, ¿sabes?” No pude liarla más. Alicia se fue llorando y cuando fui tras ella y
traté de abrazarla me empujó y me pidió, muy violentamente que me fuera de la casa. Merecido lo
tuve. Cumplí mi condena durmiendo en el coche. Aunque dormí poco. No paré de darle vueltas a
aquel nombre… Laura.
             Tras una hora de tratando de acordarme, el sueño me venció, pero justo antes de quedarme
dormido ella vino a mi mente. ¡Laura era la chica del recuerdo! Fuimos compañeros en la carrera y
yo me enamoré nada más verla. Creo que a ella también le gustaba, pero cuando iba a lanzarme
alguien la llamó y ella se giró. Después se besaron. Aquello me dolió bastante y nuestra relación
nunca volvió a ser la misma. Yo seguía locamente enamorado de ella, pero me lo guardaba para mí.
Entonces conocí a Alicia. Lo cierto es que empecé a salir con ella para darle celos a Laura, pero no
funcionó muy bien. Poco después de empezar mi relación con ella, Laura regresó a su ciudad natal
y yo me quedé allí, con novia y el corazón triste.
              El tiempo fue pasando y como tampoco encontré nada mejor y estaba bien con ella, diez
años después de empezar a salir, me casé con Alicia. Ese mismo tiempo se llevó el recuerdo de
Laura y me sanó las heridas de mi corazón. O al menos, eso creía yo.

              Aquella noche en el coche su sonrisa volvió a matarme. Decidí entonces que tenía que encontrarla y confesarle lo que había sentido por ella en la universidad y lo que volvía a rondarme por el corazón.
Tras varias semanas de búsqueda, conseguí su Facebook. ¡Dios te bendiga Internet! Empecé a
hablar con ella y acabé enterándome de que había vuelto a la ciudad y que estaba divorciada.
Aceptó a quedar conmigo con la escusa de ponernos al día. Y por supuesto, me faltó tiempo para
concretar la cita.

              Cuando llegó el gran día me puse muy nervioso, dudé incluso de que fuera a venir, pero
cuando llegué la cafetería de nuestra facultad me sorprendió mucho que estuviera allí. También me
alegró mucho. Noté un cosquilleo en el estómago, algo que se hizo aún más profundo cuando me
senté a su lado y vi que estaba aún más guapa que la última vez que nos vimos. Jo, ¡qué bien le
habían sentado los años!

               Estuvimos charlando cerca de dos horas sobre nuestras vidas, hasta que, antes de
despedirnos le dije que tenía una cosa que contarle. Como sabía que mi casa no era lugar seguro, le
pregunté si la suya estaba disponible para hablar en privado. No puso oposición, así que la seguí
hasta su hogar. Una vez allí me sirvió un vaso de agua y nos sentamos en el sofá del salón. Bebí
agua, mientras ella me miraba expectante de tal hecho tan importante que debía conocer.
Empecé a comentarle el conjunto de sentimientos que sentía por ella en la universidad, pero ella me
cortó a mitad del relato con un “¡ya lo sabía! Se te notaba mucho.” En aquel momento me puse un
poco colorado y no pude dejar de desear que la tierra me tragara. Pero entonces, después de un par
de segundos de pausa, ella añadió que también estaba enamorada de mí en la facultad. Dios, ¿y por
qué había empezado a salir con aquel tipo? No se lo pregunté, pero sí que lo pensé. Creo que me
leyó la mente, porque me miró con ojos de culpable y me dijo que él se me adelantó. Pasó por mi
cabeza la idea de marcharme del lugar, pero tras refrescar mi boca agarré muy fuerte uno de los
cojines y me sinceré. “Laura, el otro día volviste a mí mente. Tu recuerdo me abordó en mitad de
una canción de Sting y desde entonces no dejo de pensar en ti. No sé si son las cenizas de lo que
una vez ardió, o si es el Fénix, que está resucitando. Lo único que sé es que te quiero, y que espero
no llegar demasiado tarde.” Se quedó muda y me miró fijamente a los ojos. Yo empezaba a perder
la esperanza, de hecho, casi estaba de pie cuando se me acercó, y me abrazó. Lo hizo fuerte, muy
fuerte. Tanto que más que abrazando me estaba estrujando. Pero cuando me soltaba, un segundo
antes de despegarse del todo me besó.

jueves, 5 de octubre de 2017

El arte.

Entré, no sé muy bien por qué, a uno de esos lugares donde abundan cuadros y esculturas. Museos creo que se llaman. Ya saben al lugar al que me refiero. El sitio al cual va todo el mundo a contemplar retratos de escenas de hace años mientras suspiran. No les entiendo, de verdad. Quizás sea un auténtico paleto.
Bueno, iba andando por todas aquellas salas y vi una escultura de gran tamaño. Era de mármol y representaba a un dragón. Quedé maravillado. ¡Era tal y cómo me los imaginaba! Estuve como cinco minutos contemplándolo de arriba abajo e incluso saqué una foto disimuladamente con mi teléfono. Después pasé a un gran salón. En otra época estoy seguro que allí cenaban grandes reyes, pero hoy guardaba parte de la decoración de aquel entonces y un gran cuadro justo encima de la típica silla de banquete medieval que salen en las películas. Sin duda era la obra estrella del museo, pues  en aquel gigantesco salón apenas cabía un alfiler. Había como tres colas para ver aquel cuadro.
Tras unos diez minutos de espera pude ver, apenas dos segundos, el dichoso cuadro. No era para tanto, ¡eh! Era básicamente una fotografía de uno de los muchos reyes que gobernó el castillo, aunque, lógicamente, hecha pincelada a pincelada. El trazo era perfecto y la escena muy nítida. Pero a mí no me decía nada en especial, así que cuando el guardia me dijo que mi turno de contemplación había acabado no supliqué más tiempo. De veras que no entendía a todas aquellas personas. ¿Qué tenía de especial aquel retrato? Cuando salimos de allí, le pregunté a mi mujer por qué le gustaba tanto aquel cuadro, y ella me dijo que lo había pintado un gran artista de aquel mismo país. Luego estuvo un rato hablándome de técnicas pictóricas ¡cómo si ella fuera experta en el tema!
Llegamos entonces a una pequeñita sala. Aquí apenas había un par de parejas, contemplando un gran mural hecho sobre la misma pared. Cuando lo vi, me vino a la mente la movida hippie. Al lado del muro había un pequeño cartel que explicaba la historia de esta obra. Resulta que en los Años 60 un grupo de anti nucleares se atrincheró en el castillo a modo de protesta contra las políticas nucleares del gobierno de por aquel entonces. Durante su estancia allí se pasaban los días protestando y pintando cosas en lienzos para después colgarlos de la fachada. Un día se quedaron sin papel, así que lo hicieron en una de las paredes. Era magnífico. ¿Saben la nube en forma de hongo característica de las explosiones nucleares? Pues la imagen era esa, pero el humo tenía muchos colores, rojo, morado, verde, azul amarillo…; el contorno era negro y el fondo era un cielo azul, blanco y turquesa. Sin duda era lo mejor, junto a la estatua del dragón de la entrada, que había en el museo.
Mi mujer, pasados un par de minutos me pidió marcharnos, pues quería ir a otro museo antes de volver al hotel. Pero le pedí unos minutos más. Me preguntó por qué, si aquello era un dibujo de unos muchachos colocados. No imaginan cuánto me dolió aquello. “Un dibujo de unos muchachos colocados.” ¿Cómo podía decir aquello del mural? Era perfecto. Tenía sentimiento, preocupación. Tenía sentido. Ya sé que no era igual de perfecto que el cuadro del rey, pero, al menos transmitía humanidad. No era frío, como la mirada del monarca. Nadie lo había firmado. ¡Su objetivo no era pasar a la historia inmortalizando a alguien importante o un momento histórico! Su función era la de luchar. Por supuesto, ninguno de los que se habían quedado absortos con el bigote del señor de la gran sala lo calificó como arte, pero para mí, aquel colorido “dibujo” sobre unos viejos ladrillos era mucho más sincero que el otro.
De hecho, si te fijas bien puedes ver la figura de un payaso. ¡Qué genio el que lo hizo!

Ojalá entendiéramos que el arte no es sólo lo que basa en las reglas que nos han explicado desde pequeñitos. Porque un relato de Bukowski es igual de artístico que un poema de Machado, una canción de Fito igual que una sinfonía de Mozart, que “El David” de Miguel Ángel y “La Fuente” de Duchamp, un cuadro de Velázquez y un Solter (artista psicodélico. Jonathan Solter), o que una de Tarantino o Woody Allen no tienen nada que envidiarle a uno  de los teatros de Shakespeare. Porque sobrevaloramos lo que se acerca al canon que unos “viejos” nos han dado de lo que ellos entienden por arte y nos olvidamos de nuestro propio criterio, de lo que realmente nos transmite algo. Porque el arte no es otra cosa que aquello que nos transmite pasiones, sin importar la técnica ni la belleza.  “Al final el oro es oro, no importa si es de 14 kilates o de 21 kilates.