miércoles, 5 de diciembre de 2018

Otra tontería más

Vienen tiempos difíciles. Os contaré lo que me sucedió el otro día en una cafetería que suelo frecuentar. 

El pasado viernes, al salir de clase, fui con una compañera a una cafetería cercana a mi facultad a tomarnos un trozo de tarta y un café mientras discutimos de temas propios de nuestra disciplina. La charla aconteció sin ningún hecho desdeñable. A veces nos emocionábamos demasiado y elevábamos el tono y otras saboreábamos el característico amargor de un expreso bien caliente. Hasta ahí, todo normal. 
Lo curioso sucedió cuando fuimos a pagar. Mi compañera se adelantó y a mí me saludó una muchacha un poco mayor que yo. En lugar de decir «hola», ella articuló «salam aláikum» (espero haberlo escrito correctamente). Yo no me esperaba aquello y, sin saber muy bien qué decir, respondí un simple «sorry» y una media sonrisa. Tras eso, acontecieron unos segundos de dudas de ambos, hasta que conseguimos comunicarnos en español. Me contó que me había confundido con un amigo marroquí de su primo. Y después agachó la cabeza y rápidamente dijo —fui capaz de descifrar cierto miedo en su voz—: «lo siento… Pero que no es nada malo, ni nada…». Después de aquello mi amiga me llamó y esta chica se marchó a otro lugar. Sin embargo, su disculpa sigue rondándome. «No es nada malo». Creo que aquello me dolió. 
No me molestó que me confundiera con un marroquí, tampoco que lo hiciera con un musulmán. Lo que me dañó fue que se tuviera que disculpar de aquella forma, como si acabara de cometer la mayor atrocidad del mundo.

Quizá os parezca una tontería. Pero no lo es. Para nada. El hecho en sí —el que se equivocara— no tiene mayor importancia, de hecho, yo mismo le quité hierro al asunto e intercambié unas cuantas palabras con ella en tono amistoso (debo decir que la joven era realmente educada y muy simpática). Lo que sí tiene mucho peso es su disculpa, porque saca a la luz nuestras vergüenzas. Somos unos intolerantes.

¿Por qué pasan estas cosas? ¿Por qué tiene que disculparse alguien de esa forma, cuando ha cometido un error sin importancia? Algo falla. Lo que ocurre es que estamos llenos de imbéciles, ovejas que se creen las mentiras que salen en la televisión o en la radio. Vergüenza. Eso es lo que siento, vergüenza de que nos pasemos el día entero hablando de lo importante que es la multiculturalidad, de lo esencial que es la tolerancia. De inculcarle a nuestros hijos valores que sólo son válidos con los de nuestro grupo. De que hay que viajar para abrir la mente…; y un sinfín de valores que ni siquiera entendemos. Somos unos hipócritas, y alguien tenía que decirlo. ¡Y estoy hasta los mismísimos cojones de escuchar siempre el mismo discurso de mierda! Que si «vienen a quitarnos el trabajo», que si «se aprovechan de nuestra sanidad»… Idiotas. Que os creéis que es vuestro lo que no os pertenece. Ojalá, lo digo totalmente enserio, ojalá os vayáis a vivir durante una temporada a un país extranjero y os pongáis enfermos, no tiene por qué ser una enfermedad grave, un simple resfriado basta; y cuando vayáis al hospital os digan que no os pueden atender por ser extranjeros. Y os jodáis bien, a ver si así podéis poneros en el lugar de los otros.


Algo no encaja cuando nos apoyamos en la Democracia, “el mayor logro que hemos conseguido en los últimos tiempos”, para defender ideologías que producen odio. Cuando gente que ha viajado a lo largo de todo el mundo, que ha tenido acceso a una educación superior (ha ido a la universidad), que ha conocido a gente tan diferente, que se ha cultivado (piensa siempre lo que dice), se ha dejado apoderar por un discurso lleno de odio. Cuando sobrepone los símbolos a las personas. ¡Ese es nuestro problema! Que nos creemos superiores por el simple hecho de compartir la misma bandera. Hemos olvidado nuestro origen, que son los pueblos los que dan lugar a la nación. Que son las personas las que forman los pueblos. A ver si entendemos que el problema somos nosotros, no ellos. Y que todos somos igual de buenos e igual de malos, porque no hay un pueblo que se salve. No hay nación que no haya cometido atrocidades.


«Liberté, égalité, fraternité».El lema de la República Francesa. El que debería ser el lema de la Democracia. Porque la Democracia no consiste en introducir solamente una papeleta en una urna. Al menos, yo no la entiendo así.

La Democracia es, primeramente, fraternidad. Porque sin ella, todo lo demás carece de sentido. ¿De qué sirve ser iguales o libres si nos odiamos? Cuando odiamos dejamos de respetarnos y eso, lejos de ser un avance, es un atraso. Unir a las personas porque odian a otras personas, no sólo es peligroso; sino también es símbolo de falta de humanidad.

La Democracia es, en segundo lugar, igualdad —quizá sea más correcto decir equidad, pero seré fiel al lema y lo dejaré intacto—. Cuando somos capaces de superar el odio a los demás, al que no es como nosotros, entendemos que son como nosotros. Ni mejores, ni peores. Diferentes. Y, al ser distintos los unos de los otros, sabemos que no hay nadie por encima —por eso creo que «equidad» encaja mejor que «igualdad», porque no somos iguales—, y me gustaría añadir aquí a S.M. el Rey (aunque yo mismo tenga mis más y mis menos con dicha figura).

Por último, la Democracia es libertad. Somos libres porque sabemos que somos propios y, por ello mismo, nos respetamos. Porque todo el mundo tiene derecho a ser como él quiera, sin ser señalado o juzgado. Y eso es algo muy importante, porque si —no sólo lo sabemos, sino que— entendemos esto alcanzamos nuestro mayor grado de dignidad.

Os preguntaréis qué tiene que ver la dignidad en este discurso. Bien. Sin querer explayarme en contenidos metafísicos, señalaré que las personas están formadas por dos dignidades, una moral y otra ontológica. Pues bien, esa moral ontológica sólo está completa cuando apartamos el odio de ella, porque el odio ciega y esta debe ser «capaz de ver» —si os interesa el tema, podéis leer algún manual de antropología metafísica—.

El odio nos denigra como personas. Y eso, en concreto, es lo que más me preocupa, que estamos dejando de ser personas. Nos estamos cegando, dejando llevar por sentimientos infundados. ¿De verdad sois así? Yo no soy quién para deciros lo que debéis pensar, tampoco tengo —ningún filósofo, ni nadie— el poder de deciros la verdad. Mi función (sí, servimos para algo) es la de tratar de hacer que el debate siga abierto, que no os dejéis llevar por ideologías. ¡Qué penséis por vosotros!

No puedo, me niego, creer que de verdad odiéis a los inmigrantes, a los musulmanes, a los que entienden España de una forma diferente —va para todo el mundo—… Si de verdad pensáis que las cosas necesitan un cambio, organizaos y tratad de llevarlo a cabo. Hay muchas opciones, pero ninguna debería ser aquella que se basa en el odio.


Esto es lo que pasa cuando nos centramos en enseñar a sumar o restar, a analizar sintácticamente oraciones o ponemos a los niños a saltar vallas; pero se nos “olvida” enseñarles filosofía. Porque esta no sirve para nada. Tenéis razón. Es más fácil decirles que se odien, total, son imbéciles que piensan que el poder está en una urna. ¡Dejad de reíros de nosotros, de mentirnos, de controlarnos! ¡Empezad a educad de una puta vez! Nuestros enemigos no son aquellos a los que odiamos. Nuestros enemigos son aquellos que nos dicen lo que debemos odiar. Nuestro enemigo es común, y se llama intolerancia. Y, desgraciadamente, hace mucho que habita en nuestros corazones.




Andrés Vega Luque.

miércoles, 21 de noviembre de 2018

Piano


                Estabas preciosa tocando el piano. Sentada con rectitud y con el flequillo ocultando una pequeña parte de tu frente, te veía acariciar con suma delicadeza las blancas porciones, a la par que estas emitían un desgarrador sonido.

                Estabas de perfil y, si bajaba desde la puntita, un tanto colorada, de tu nariz hasta tu cadera, podía dibujar a la perfección tu silueta. La grabé, así como los pequeños hoyuelos que creaban los botones de tu camisa. Vestías una ajustada camisa blanca, junto a un traje oscuro. La chaqueta reposaba sobre el respaldo y, curiosamente, no desabrochaste las mangas. Tus labios portaban con orgullo un vivaz carmín, que chocaba con la melancolía de las notas.

                No era una pieza demasiado compleja, al menos para ti. Era sobria y triste, muy triste. Quizás lo fuera aún más porque sería la última vez que te vería. Tú no lo sabías, pero yo ya había tomado la decisión de alejarme.

                No podía aguantarlo más. Ya hacía tiempo que mi corazón se había roto, pero verte besar a otros, sentir la impotencia que sentía, simplemente me mataba. No pienses que fue fácil, pues no lo fue. Constantemente lloraba —también, a veces, lo hago—. Estuve mucho tiempo alicaído. La gente me preguntaba si estaba bien, me recomendaban ir al psicólogo. Incluso me diagnosticaron depresión. Pero yo no estaba deprimido, no necesitaba aquellas estúpidas pastillas. Yo sólo había dejado de sentir mis latidos. Era incapaz de distinguir si me hallaba en la realidad o en un simple sueño del que no podía escapar.

                Pasaron los años. Muchos, demasiados, tal vez. Iba caminando por la sección de televisores de un gran centro comercial. Abundaban, pero entre todos, distinguí el sonido de uno. Era extremadamente fino y tenía una gran y colorida pantalla. De él se escapan las notas de una melodía olvidada. Instantáneamente supe qué canción era. Sentí un pinchazo en mi interior, pero no fue doloroso. Los nervios me invadieron durante un segundo. Entonces me giré y lo enfoqué. En él se mostraba un plano de un público muy elegante sentados en un gran teatro. La imagen cambió y mostró una imagen tomada desde el techo en la que se veía un brillante piano de cola y a un intérprete tocándolo. En aquel preciso momento pensé que se trataba de ti. Que, tal vez, el caprichoso destino había querido recordarme que una vez sentí. Pero el destino lo escribimos nosotros. Tú no eras aquel músico.

domingo, 21 de octubre de 2018

Vuelo


      Hace mucho tiempo de esta foto —dijo, sosteniendo una postal descolorida entre sus manos—. Cuando la hice era un poco mayor que tú, entonces era alguien muy apuesto y le gustaba mucho a las niñas. Aquel era mi sitio favorito y allí solía llevar a mis novietas, para que vieran la puesta de sol. Eso, pequeño Antonio, es algo que siempre funciona. No sé por qué, pero ver el cielo naranja apagarse nos hace olvidarnos que somos mortales y durante unos minutos sólo podemos mirar cómo el día va muriendo, lentamente.
      ¿Quién es la mujer de la foto, abuelo? ¿Es la abuela?
      No, no es la abuela. Ella era alguien muy especial. Normalmente, cuando llevaba a las chicas allí todas rompían esa atmósfera mágica que se formaba, todas exclamaban lo bonito que era aquello, o se resaltaban el color rojizo de los arreboles.
      ¿Qué es un arrebol, abuelo? —Interrumpió el pequeño Antonio.
      Las nubes, cuando el sol se está ocultando, se ponen de un color anaranjado, ¿verdad? —Antonio asintió—. Pues a eso se le llama arrebol.
      Oh, no lo sabía.
      ¡Pues ya sabes algo nuevo! —hizo una pausa de unos segundos—. Te decía que todas las mujeres a las que llevaba allí rompían el silencio exclamando evidencias. Todas, menos aquella chica. Ella se quedó callada mirando al firmamento. Fue como si hubiera visto algo entre las nubes y no pudiera dejar de mirarlo, o como si hubiera sentido innecesario romper aquel poder. Entonces fui yo el que lo hizo. Le saqué aquella foto, porque la vi hermosa y, desgraciadamente, el sonido del objetivo al disparar la alertó. No se enfadó, simplemente perdió su majestuosidad —el pequeño empezó a mirar raro a su abuelo pues hacía un rato que no entendía bien lo que le pasaba—. Hacerle aquella foto fue como tirar un carísimo jarrón de porcelana china —hizo un ademán de añadir algo, pero no siguió con su relato.
      ¿Qué pasó con aquella mujer, abuelo?
      Estuvimos juntos poco tiempo. Ella se fue a vivir lejos de aquí, a los Estados Unidos y yo no me atreví a seguirla. La quería muchísimo, más que a la abuela —las lágrimas empezaron recorrer sus arrugadas mejillas—, pero tenía mucho miedo.
      ¿Era tu media naranja, abuelo?
      ¿Dónde aprendes esas cosas, Antoñito? —rio mientras lo decía.
      Es lo que oigo en las películas que ven papá y mamá, y en sus conversaciones. Siempre dicen que quieren ser como la abuela y tú, una naranja completa.
      Valientes dos románticos que están hechos tus padres… Yo no sé —su tono se tornó más serio— si existen las medias naranjas o no, lo que sé es que no hay día de mi vida que no me haya arrepentido, por un lado, de no haberme ido con ella. Antoñito, yo quería mucho a la abuela, no olvides eso. Junto a ella pude formar una familia. Tú estás aquí gracias a que me quedé aquí. Pero, si pudiera volver a ser joven, me marcharía. Recuerda esto, pequeño: a veces, lo correcto no siempre la mejor opción. A veces necesitamos un poco de locura, y hacer lo que sintamos que debemos hacer, aunque todo el mundo diga lo contrario. Es tu vida, no dejes que otros te la dirijan.


Sonó entonces el estruendo del despertador. Era hora de vestirse y coger la maleta, un largo vuelo esperaba.

domingo, 14 de octubre de 2018

Naranja.


El dulce color anaranjado de las nubes brillaba con la misma fortaleza que tu sonrisa. Rompía la uniformidad azulada del cielo y me recordaba la definición de revolución. Quizás sólo fuera una experiencia estética, pero si hubiera de tener algún significado, sin lugar a dudas, éste sería esperanzador. Era lo único con luz en aquella sombría escena.

La tierra me recordaba que mi lugar estaba en la oscuridad y, cuánto más rápido iba, más se difuminaba todo; fundiéndome en su interior. Pero eso no pasaba allí arriba. Daba igual la velocidad, daba igual que los arbustos taparan el horizonte; las nubes sabían escapar. Y encontraban la forma de atravesar aquella difusa silueta. Bastaba con alzar la mirada. Entonces ocurría. Su magia te cautivaba y, por un instante, te sentías como un pájaro. Libre, inmortal, único. Ya no eras una simple sombra encadenada a un mundo de realidades, te convertías en alguien capaz de volar entre un sinfín de posibles.

Pero el naranja se marchó y dio paso a la noche. Y toda esa magia se fundió en forma de pequeñas joyas brillantes, mecidas al son de una nana que cantaba alguien desde el canto de la media luna:
Duerme, pequeño. Ya volarás mañana.

martes, 21 de agosto de 2018

Roquefort.

Jamás imaginé que Betty acabaría yéndose de la forma en que lo hizo. Por aquel entonces estábamos muy enamorados, se podría decir que nos queríamos de verdad. Ella decía a todas horas que acabaríamos casándonos en una gran iglesia en el sur. Yo bromeaba con que me marcharía a comprar tabaco si eso algún día llegara a ocurrir. No quería casarme, quería seguir siendo libre. Cuando tu novia se convierte en tu mujer tienes un compromiso aún más grande con ella, ya no es otra más con privilegios, sino que se convierte en la única. 

Los dos teníamos amantes, ambos lo sabíamos, pero preferíamos omitir esa parte de nuestra vida. Aunque alguna vez vi algún que otro mensaje de él, en general, Betty solía ser mucho más discreta que yo en ese aspecto. A mí se me solía olvidar no dejar el teléfono a su alcance y ella solía aprovechar para echarle un vistazo. Entonces se ponía muy celosa, lo notaba en su mandíbula, que se hinchaba tanto que parecía que iba a estallar. Sus ojos también se entrecerraban y su tono de voz se volvía más seco. Sin embargo, no podía quejarse porque ella estaba en la misma situación que yo. Pero a mí me daba igual que se tirara al cartero. Era libre y se lo recordaba cada vez que veía su característica pose. Me encargaba de soltar algún comentario que tuviera que ver con este sentimiento. A veces le decía que tal persona había conocido a otra persona y se había fugado dejando a su compañero sentimental tirado con dos hijos y una hipoteca. Eso la reventaba. No soportaba que hablara de la hipoteca. Vivíamos alquilados en un viejo piso a las afueras. Era barato y, aunque podíamos permitirnos algo mejor, prefería vivir en aquella tumba. Pensaba que si ella aguantaba allí es porque me quería de verdad. A cambio de su lealtad, solía regalarle alguna joya cada año por su cumpleaños.

Yo era abogado el becario de un bufete bastante importante, lo cual me daba caché. Ella limpiaba cristales en una multinacional. A veces, además de los cristales, ayudaba al Director a aliviar tensiones, a cambio de una pequeña paga extra, claro está. Pero era una romántica y el dinero que ganaba succionando los males de un pobre anciano se los gastaba en vino barato y una especie de matarratas francés al que llamaba Roquefort. Yo, por pura cortesía, debía poner cara de entusiasmo y fingir que no sabía nada de sus horas extras. Ella me decía que llevaba meses ahorrando para darse sus caprichos, pero que se sentía mal si no se gastaba algo en mí. Eso era amor, yo regalándole diamantes cada 15 de noviembre y ella haciendo felaciones para poder comprarse unos tacones de leopardo con un precio desorbitado y vino y queso baratos para mí. Éramos la envidia de nuestros amigos. 


Por eso me sorprendió que se marchara sin ni siquiera avisar. Un día, por la mañana estaba cambiándose para ir a trabajar y esa misma tarde cuando llegué del bufete no quedaba ni rastro de sus bufandas con estampados de serpientes. Tiempo más tarde supe por un periódico local, que un viejo directivo de la empresa en que trabajaba Betty, y que se había fugado con una limpiadora, había aparecido muerto en la bañera de un hotel de cinco estrellas de una capital europea. Por supuesto, de la acompañante treinta años menor, apenas decía nada. Maldita hija de puta con suerte. Había conseguido destrozar un matrimonio y, encima, se llevó todo el dinero. Era una arpía lista. Podría haber vuelto, podríamos haber vivido en un piso más grande y haber comido Camembert. Eso sí que era un buen queso y no esa cosa mohosa a lo que llaman Roquefort.

martes, 14 de agosto de 2018

Libertad.


A veces me descubro mirando tu retrato, aquel que nos hizo un joven gitano en una transcurrida plaza veneciana. En él se habían quedado grabado los trazos de tu belleza jovial, carente de arrugas y preocupaciones. Tu sonrisa era auténtica. Eras feliz.
                Cuando lo miro, no pienso en nada. Simplemente me dejo llevar por mis recuerdos. Suelo acordarme de un paseo que dimos por el monte que había detrás de casa de tus padres. Era un día no excesivamente caluroso de verano y decidimos ir allí en lugar de a la playa, para poder desconectar del mundo. Una vez allí, iniciamos una travesía, sin rumbo. Simplemente empezamos a andar en una dirección, subiendo por un pequeño sendero y sentándonos sobre la tierra. El color pajizo de la hierba señalaba que era una época de sequía, sin embargo, a nosotros eso no nos preocupaba demasiado. Caminábamos dibujando una coreografía improvisada con nuestro cuerpo. Cualquiera que nos viera de lejos hubiera pensado que estábamos un poco borrachos o demasiado enamorados. Lo estábamos, al menos yo.
                Pero tú eras como la Luna, un ser único, sin dueño. Eras libre y lo sabías. Y por eso te quería, porque no necesitabas que te poseyera, sino que camináramos al lado el uno del otro. Éramos diferentes. No nos decíamos cosas como «eres mío» o «te quiero para mí solo», simplemente nos mirábamos y las palabras sobraban. Y ambos sabíamos que cualquiera podía alejarse en cualquier momento, sin embargo, ninguno tuvo miedo. Nos cogíamos de la mano y al rato nos soltábamos. Era nuestra forma de querernos. Libres, sin cadenas emocionales, pero con un amor verdadero. En cierto modo, creo que era producto de nuestra forma de entender el mundo. Se nos había quedado pequeño, nos asfixiaba. Por eso preferíamos el cielo, porque ahí podíamos volar. Y porque la Luna velaba por nosotros. Durante el día éramos extraños que se acariciaban y se besaban y se hablaban. Durante la noche un vínculo profundo se formaba entre nosotros. Y cuando alzaba la mirada al cielo nocturno, mi duda se despejaba. Estábamos hechos para estar juntos, pero solo bajo la atenta mirada de las estrellas.
                Por eso, cuando te marchaste, no te eché de menos mientras el sol reinaba en el firmamento. Pero sí que te añoraba por las noches. Me sentía vacío, no como alguien que nunca ha sentido, sino como alguien que lo ha perdido todo, pero a la vez no ha perdido nada. Y era así porque los dos éramos libres.

               
                Han pasado muchos años ya. Ahora tengo esa familia que tanto deseé y un buen puesto en una de esas multinacionales que tanto detestábamos. No te mentiré, tenía razón cuando te dije que mi ser acabaría muriendo. Creo que es mi castigo. Al principio traté de llenar mi vacío con alcohol, después con mujeres. Pero al final dejé que me consumiera. Decidí que era más sencillo buscar un buen empleo que me diera los suficientes dolores de cabeza como para no sentir esa ausencia en mí. Y, por si eso no bastaba, también busqué una buena y aburrida mujer y tuvimos dos preciosos hijos. Ninguno de ellos tiene la culpa de nada, faltaría más. Sin embargo, creo que sienten que no son suficiente. Claro que, ¿cómo podría explicarle que, en realidad, lo que pasa es que hace mucho que dejé de ser yo mismo? Pero soy feliz, al menos todo lo que puedo serlo.
                Después de que te fueras decidí no molestarte. Sabía que necesitabas tiempo para encontrarte. Yo también lo necesitaba. Pero confiaba en que acabarías regresando. Quizás por eso no luché. Aunque, tal vez, en el fondo estaba muerto de miedo. Sin embargo, ¿acaso importa ya? La vida ha sido justa conmigo. Perdí mucho, es cierto, pero jamás fue mi intención dejarlo ir. Y ella lo sabía, y por eso me recompensó, en cierto modo.


                Aún no es tarde para reencontrarnos. Todavía puedo buscarte, pero ¿y si estás en brazos de otro hombre? No puedo arriesgarme. Y es doloroso, créeme. Sin embargo, no puedo arriesgarme. Ya no. Dicen que «el que juega con fuego se acaba quemando». Bien, pues yo digo que el que pasa demasiado tiempo entre las estrellas acaba estrellándose. Y eso es lo que me pasó, que me estrellé. Espero que tú aún sigas volando, por mí. Por ti. Porque tú siempre fuiste libre y yo sólo un preso más.

jueves, 2 de agosto de 2018

Los mismos ojos.

Paseábamos juntos por la playa. Llevábamos un buen rato cuando dijiste de tumbarnos sobre la arena. Estaba tibia y el sol, casi escondido. Pero, era un placer estar allí, contigo, los dos solos. Coloqué cuidadosamente la toalla en la arena, dando la sensación de ser una alfombra. Te sentaste, cruzando tus piernas. Yo aproveché aquella postura para usarlas de almohada, eran muy cómodas. Los desniveles de la arena hacían que la postura fuera un poco incómoda, así que me agité. Tú me miraste extrañada y sonreíste. No sé si era fruto de la apuesta de sol, o simplemente tu presencia, pero me gustaba aquello. Quizás podría decirse que me sentía alegre. 

Empezaste a jugar con mi pelo, formando remolinos entre mis rizos y uniéndolos en trenzas o pequeñas coletas. Debía ser gracioso porque reías cual niño pequeño en aras de sus travesuras. Aquella era la mejor banda sonora, el silencio de dos seres que se entienden sólo con miradas y las carcajadas. De vez en cuando abría los ojos y te miraba, pero tú no lo sabías, porque mis gafas reflejaban los últimos rayos. Debía ser duro querer mirar el alma de alguien y no ver más que los reflejos de unos cristales de espejo azul. En cambio, yo sí que veía los tuyos. Cuando reían, irradiaban felicidad pura y sincera. Cuando callabas, dolor. 

Rememoré los años que antecedieron a aquel momento. Tenías esa misma mirada de infelicidad e incomprensión. Quise preguntarte qué es lo que te comía por dentro, pero hacía demasiado tiempo que me rendí. Conocer a las personas las humaniza y eso es un problema. Puedes llegar a entenderlas, o no; pero sufres con ellas. Odio eso, por eso prefiero perderme entre la espuma de la cerveza. Dicen que hay quien bebe para olvidar, otros para escapar; yo, simplemente, para no sentir.


Cerré los ojos y giré la cabeza. Tú no te diste cuenta y seguiste en tu tarea. Al menos, mientras jugabas con mi cabello podías ser feliz.

domingo, 13 de mayo de 2018

Dos mundos.


Pasé por delante de ti y, sin que te dieras cuenta, te observé. Fue un segundo, eterno para mí, fugaz e irrelevante para el resto de los mortales.
Estabas sentada sobre el bordillo de una pequeña valla de ladrillos. Tu pelo rojizo brillaba con luz propia bajo la sombra de un techo asfixiante. Llevabas una ceñida camiseta gris que dibujaba la curva de tus pechos y también la de tu tripa. Tus pronunciadas caderas también se dibujaban bajo la opresión de unos vaqueros claros, a juego con tu piel. A tus pies, por su parte, los protegían unas Converses rojas algo desgastadas.
Tus preciosos ojos oscuros miraban aburridos a tu amiga, que estaba sentada a escasos centímetros de ti. En la mano sujetabas tu teléfono, deseosa de que ella callara para poder perderte en un mundo irreal de dígitos interconectados. Tu perfil en las redes sociales te define y es que, quizás, es el lugar idóneo para ser quién no puedes ser en el mundo real.

Lo cierto es que, en el poco tiempo en que te vi, una sensación maravillosa inundó mi ser. Tu belleza, quizás algo subjetiva pero indiscutiblemente cierta, hacía estallar en mí una fuerte tensión, probablemente deseo, de acercarme y presentarme. Sin embargo, junto a esa sensación lujuriosa, un temible sentimiento de rechazo me sacudía, instantáneamente después del placer y me recordaba que nuestros mundos, aún pareciendo tan cercanos, estaban a años luz de distancia.

No puedo evitar pensar en lo que hubiese pasado si hubiera vencido a esa vergüenza, más propia de los adolescentes que de los adultos, y me hubiera presentado. Quizás hubiese sido un poco violenta, no te lo niego. Y, probablemente, te hubieras preguntado “y este tío, ¿de qué va?”. Aunque, también podría haber pasado todo lo contrario. Con suerte, te hubiera parecido gracioso o, al menos, un tanto divertido. Tal vez, hasta hubieras accedido a tomarte un café conmigo. ¿Quién sabe?

Dichosa estupidez humana, condenada cobardía paralizante y maldito geniecillo que me controla y me atonta. Ojalá fuera más irracional, más pasional, más lanzado. Ojalá pudiera, algún día sentarme a tu lado en ese bordillo y mirarte a los ojos, aunque fuera en silencio. Que me preguntaras qué me pasa o si tienes algo en la cara. Y que esta estupidez, vestigios del adolescente que fui, decidiera abandonarme a mi suerte. Pero eso no sucederá. Lo sé. Y seguiré pasando por delante de ti, sin que tú ni siquiera sepas quién soy, camino a mi mundo. Deseando pertenecer al tuyo, en silencio.

jueves, 3 de mayo de 2018

Galletas

El calor del verano aún no ha llegado a este pequeño pueblo de la costa mediterránea. Aunque el frío se aleja poco a poco, aún hace acto de presencia en las noches de fin de semana, momentos perfectos para que los jóvenes salgan a disfrutar de juergas propias de su edad. Algunos, los más conservadores, circulan cogidos de la mano de otra persona. Quizás nunca te hayas fijado, pero es bastante curioso ver los cortes de pelos y el color de estos, abundan las tonalidades oscuras —castañas, en su mayoría—, aunque también hay cabelleras rubias e, incluso, de colores tan exóticos como azules chillones, rosas fucsias o verdes pistachos; que, combinados con flequillos de punta o largas melenas, hacen que ver a los jóvenes por la calle sea todo un espectáculo para la vista.

Yo no soy viejo, de hecho, no hace mucho solía pasear abrazado a una chica alta, delgada y muy, muy inteligente. Pensaba que era la pareja ideal para mí. Éramos tal para cual, conectamos desde el primer día y nuestro romance fue digno de los poemas más picantes de cualquier escritor erótico. O al menos, eso parecía. Y, tal vez, fuese ese el problema, que parecíamos almas gemelas, pero realmente éramos de dos galaxias completamente diferentes. Tampoco quiero aburrirte con esta historia llena de pequeños detalles que carecen de importancia; el resultado ya lo conoces. Ella está ahora muy lejos de esta costa.

Durante estos últimos meses he tenido que volver a acostumbrarme a andar sólo por la calle en las frías noches de invierno, esperando encontrar a esa alma gemela que aún no ha llegado. Mientras esperaba —y sigo esperando—, veía series de amores que sólo ocurren en los guiones de los más sádicos redactores de historias: los falsos románticos. Además, siempre conseguían que me identificara con uno de los protagonistas y recreaban a la perfección el estilo de persona que busco. Supongo que, después de todo, soy igual de simple que el resto de la población mundial, uno más en la masa.
Pero, el buscar un final feliz a tu historia rota en Netflix no crea más que desolación y desesperación. ¿Por qué, si todo el mundo es tan feliz y tantas películas y series hablan de ese sentimiento, yo no lo tengo? ¿Acaso soy diferente al resto? Esas preguntas no fueron sino el inicio de unas más profundas, más complejas, más filosóficas. Preguntas que —supongo— todo el mundo se hace, pero que ninguna asignatura te prepara para ser capaz de afrontarlas. Y es ese el peaje que debemos pagar si queremos ser libres. Sin embargo, si consigues responder a las preguntas, quizás llegues a la misma conclusión a la que yo llegué: realmente, ¿cómo de importante es el amor? Nos dicen que la vida tiene un sentido, pero nadie ha conseguido demostrarlo. Y, cuando reprochas esa carencia, todo el mundo te habla del amor, ¡cómo si acaso ellos fueran expertos en sentimientos! ¡Necios! ¡Necios todos! El amor no es lo que te enseñan en las películas o en los libros, el amor es algo tan profundo, tan inexplicable, que es imposible de plasmar mediante palabras. ¡Porque nuestro lenguaje es limitado! Pero, por supuesto, el amor también se acaba. Todo tiene un final, es la única teoría —junto con que todo tiene un inicio— cierta e irrefutable en su totalidad. 
Esta falta de sentido existencial abruma a cualquier persona, sin embargo, no es tan distinto de comer galletas. Hay gente que raciona las galletas, otros que no pueden resistirse y acaban con el paquete entero… Millones de personas, millones de formas de comer galletas. Por eso, cuando el amor se acaba es como cuando se acaban las galletas. Hay gente que quiere más y no puede dejar de pensar en estas y otras que, cuando se acaban, ya no piensan más en ellas. Así estoy yo. Ya no tengo más galletas, se han acabado y no me importa. Obviamente, si hubiera chocolate o algo que pudiera sustituirlas lo comería —por simple gusto—, pero me da igual. Sólo pienso que algún día no habrá más galletas. Y, entonces, sólo puedo inclinar mi cerveza y sonreír a esas personas que aún comen galletas, mientras espero a que una nueva caja vuelva a aparecer en mi despensa.

miércoles, 11 de abril de 2018

Bernardo


Dicen que la única manera de saber quiénes son tus verdaderos amigos es hacer que te metan en la cárcel. Y en una época tan oscura como una dictadura, acabar allí está pan comido. No tuve que hacer mucho más que pasear por las calles de la ciudad al son del grito: “Muerte a Franco y a esa escoria fascista”.
La mayoría de los transeúntes me miraban de reojo, con miedo a ser relacionados conmigo. Algunos jóvenes me echaban miradas desafiantes. De hecho, un par de ellos venían hacia mí cuando una pareja de policías corría hacia mí, porra en la mano. Eso los detuvo. Los golpes fueron certeros y secos, haciendo surgir hematomas en mis vastas piernas y en mis curtidos brazos. Caí al suelo tras encajar los violentos impactos y no me resistí a ser esposado.

Por aquel entonces yo era un hombre poderoso, alguien que asistía a todas las fiestas que la élite organizaba. Bebía un buen whisky escocés de importación, que solía compartir con el alcalde y fumaba los mejores cubanos, regalos del embajador en la capital. Me consideraba un hombre con mucho poder y, por supuesto, con amigos. Aunque, no me conformaba con eso. Quería saber quién se acercaba a mí para tener una porción de poder y quién lo hacía con desinterés. Hablé entonces con mi hijo y le conté mi plan: haría que me encarcelaran y le diría que expandiera la noticia por mi círculo. Le dije que pidiera ayuda a mis “amigos” con la fianza, alegando que habían congelado mis cuentas. No obstante, como hombre precavido que soy, le di a mi hijo una jugosa cantidad de dinero, lo suficientemente grande como para poder pagar tres o cuatro veces el precio de la multa. Le especifiqué también que después de tres noches en el calabozo, abonara la cantidad fijada y me devolviera la libertad.

Quizás a otro hombre, de otra posición social, lo hubieran condenado a trabajos forzados —o, incluso a muerte— por aquellos gritos, pero también avisé al ministro que se encargaba de dirigir a los cuerpos de seguridad de que se trataba de un experimento (por supuesto, con un jugoso jamón entendió la importancia de tal experiencia). Así que, en cierto modo, jugaba con ventaja.

El primer día no vino nadie, a parte de mi hijo (el teatro debía ser creíble) a verme. Pero no me apuré, aún era pronto. El segundo día tampoco vino nadie, pero mi primogénito llamó. Confirmó mis sospechas, ninguno de mis allegados se atrevía, siquiera, a poner dinero para sacarme de prisión. La última jornada se hizo una eternidad. Por supuesto, no esperaba a nadie. Sin embargo, un viejo conocido apareció por allí. Bernardo.

Al verle pensé, que quizás iba a visitar a alguno de los presos que estaban en las otras celdas, eran chicos jóvenes que bien pudieran haber sido sus hijos. Pero me sorprendió que se detuvo delante de mi celda.
      Señor Pascual, no sé si me recordará. Soy Bernardo, viejo amigo suyo en la escuela. Yo sé que hace mucho de aquello y posiblemente no se acuerde de mí. Seguro que la multitud de personas a las que conoce han desplazado a mi persona de su memoria.
      Bernardo, claro que me acuerdo de usted.
      Verá, llegaron rumores de que estaba usted en prisión y que no había conseguido reunir el dinero para la fianza. Yo no tengo mucho, pero si lo necesita, lo pongo a su disposición. Sé que su hijo es el encargado de recoger las pelas, así que no se preocupe. Yo se las llevaré. No se merece eso.

Para nada me esperaba ese detalle de un pobre campesino al que hacía diez años que no veía.

Cuando salí de la cárcel, tres noches después de entrar, como había pactado con mi hijo, fui al pueblo en busca de Bernardo. Lo encontré labrando el campo. Al verme dejó su faena y me saludó. Le hice un gesto con la mano y lo invité a subir a mi Hispano-Suiza.
      Estoy sucio, señor —se negó—.
      Vamos, no se haga de rogar.
      Está bien, si insiste…
Cuando ya estuvo acomodado a mi lado le dije que indicara al conductor el camino hasta su casa. Atravesamos medio pueblo hasta llegar a un pequeño y humilde chamizo.

      No es muy grande, pero al menos nos protege del calor en verano y del frío en invierno y de la lluvia.

Extendí entonces mi billetera y garabateé unos ceros detrás de un uno y una rúbrica. Arranqué el cheque y se lo di.
      Tome Bernardo, con esto vivirá bien el resto de su vida. Su familia no volverá a pasar hambre. Además, si acepta, me gustaría pagarle una educación digna a su hijo, para que pueda vivir en la ciudad y gane un buen sueldo.
      Señor, eso es demasiado…
      No, usted fue el único amigo que tuve cuando más los necesitaba. Déjeme agradecérselo como es debido.

[…]

Bernardo murió hace un año, jamás se mudó de aquella vieja choza, sin embargo, hice que enterraran a su mujer y a él en el mausoleo de mi familia. Su vida fue dura, pero, al menos; me queda el consuelo de saber que en su última etapa fue feliz. El dinero dejó de ser un problema y desde entonces me encargué de introducirlo en aquel mundo de fachada miserable en el que vivía. Nunca fue bien visto allí, sin embargo, para mí aquel hombre sencillo y fiel era mucho mas humano que cualquiera de las presas adineradas que se bebían mi whisky y se fumaban mis cigarros.

martes, 13 de marzo de 2018

El crepúsculo.


La noche, de nuevo, me transporta a otros tiempos en los que el amor, la pasión y el desenfreno eran la tónica habitual.

La dulce voz que procede del equipo de música me eleva a esas tardes de estío en las que me sentaba sobre la fría arena de la playa y observaba, en pulcro silencio, cómo el sol se iba escondiendo, poco a poco, llevándose con él los deseos de un chico que buscaba su lugar en un mundo de adultos al que aún no pertenecía por completo.

Ahora, el desgarrador sonido del piano sosiega mi añoranza. Me recuerda, en cierto modo, que es normal echar de menos e, incluso, desear haber cambiado miles de errores. Pero, es la impotencia el precio que debemos pagar por mirar al pasado con unos ojos diferentes, curtidos por la experiencia y cansados por las desilusiones. Aún quedan, sin duda, destellos de lucidez entre las arrugas de alguien que ve cómo su vida se apaga.


El silencio que se alía con la penumbra de la oscuridad me incita a cerrar los ojos. Aún recuerdo los últimos acordes de la melodía y, mientras mi cabeza los toca una última vez, vuelvo a mirar a través de los ojos de aquel chaval, el último crepúsculo anaranjado de mi juventud. Jamás vi uno igual y entonces no lo sabía, pero ahora sé que ya no habrá ninguno más. La noche, sin estrellas a causa de la Luna llena, inunda mi ser y yo, poco a poco, al igual que ese sol anaranjado; noto como mi fuego interno se consume y, donde antes hubo una gran llamarada, ahora sólo quedan las ascuas de alguien moribundo.

lunes, 26 de febrero de 2018

Ladrón.


Cuando esa vieja canción había dejado de sonar, el tocadiscos aún giraba sin parar, a la espera de que alguien lo rescatara del sonido uniformemente deprimente que emitía. Desacompasado bailaba el péndulo, siguiendo su propio ritmo, pero marcando el tempo. La habitación, tenuemente iluminada por las ascuas de la chimenea iba rindiéndose, poco a poco, al mayor secuaz de la noche. Y el calor dejaba atrás las cenizas, de lo que una vez fueron jóvenes robles, buscando la salida de aquella prisión de ladrillos, y poder así bailar con las estrellas.
Sobre la alfombra de cuadros marrones, un perro blanco con manchas pardas dormía profundamente, hecho un ovillo.  Al lado había un gran sillón en el que un viejo arrugado dormía. El pijama de delicada seda con detalles bordados en hilo de oro delataba el tipo de dueño que era. Seguramente, a nadie se le ocurriría pensar que el viejo sufrió una posguerra en su niñez y trabajó duro durante su juventud hasta que un día, una oferta en América le prometería un sinfín de riquezas. Lo más probable es que, el ladrón al que la luna acusaba sigilosa e impotentemente, no se le ocurriera reflexionar acerca de las tres quiebras que sufrió aquel buen hombre antes de tener un poco de suerte en los negocios. Pero, ¿qué importa el desarrollo en un mundo de finales?
El ladrón, experimentado y escarmentado de errores del pasado, se asomó por la ventana y echó un vistazo fugaz pero eficaz. Fijó su objetivo en un gran huevo de oro que brillaba con una intensidad propia, reflejando la luz que se colaba por la cristalera. Con sumo cuidado analizó la estructura de la casa en busca de algún punto débil. Por supuesto, lo encontró.
Escaló hasta el balcón de la segunda planta, que se hallaba entrecerrado. La ausencia de viento impedía que se agitara, así que tendría que tener más cuidado para no hacer ruido. Entró en la casa y lo primero que encontró fue una gran cama. Demasiado grande para un simple viejo, pensó. Obvió que en aquel lecho hace años compartieron vida una joven pareja de soñadores empobrecidos. Se descalzó y guardó el par de botines en la mochila de tela que llevaba en la espalda. Notó el frío recorriendo su delgada y tensa figura. Por un instante se quedó tan quieto, tratando de acostumbrarse al gélido tacto de las baldosas de mármol, que pensó que se había congelado. Pero, un paso firme en dirección de la escalera le recordó que aún estaba vivo y que iba a robar a un humilde señor. –Aunque, si era tan rico, “perder” un simple huevo no le supondría un gran extravío– se consoló. Claro que, el ladrón, ajeno de imaginación, fue incapaz de pensar que aquel huevo fue una vez el objeto favorito de un hijo fallecido. Un inocente ser que tiempo atrás correteó por aquella casa. Alguien que pasaba las tardes contemplando el envolvente y agitador tono dorado, en el cual se reflejaba el fuego, en busca de la tranquilidad y la serenidad que sólo el latir de un corazón es capaz de asegurar.
Llegó al salón y antes de entrar echó un vistazo. Sólo tendría que no despertar al perro y esa no era una tarea complicada pues estaba justo en el lado contrario de la cómoda sobre la que descansaba el ovalado objeto. Aquel sería el primer robo sencillo en mucho tiempo. Atravesó, decidido y sigiloso la estancia, hasta llegar al huevo. Se paró justo delante de él, con el viejo a sus espaldas. Agarró el huevo y el acto en sí le pareció muy familiar. Analizó y reanalizó el objeto y comprendió a dónde lo teletransportaba: a su niñez.
         Hijo.
Y esta vez el ladrón sí que se congeló.

martes, 30 de enero de 2018

¿Y si..?

Ahora quedan muy lejos todos estos recuerdos, pero no puedo evitar pensar en ellos, junto a todas las preguntas que acarrean.

                Nuestras vidas dieron muchas vueltas, al menos la mía. Jamás imaginé una existencia así. Aunque deseaba viajar lejos y residir en la ciudad que más me atrapara, lo cierto es que, en el fondo, sólo quería que alguien me dijera, muy suave y bajito al oído: "quédate". Por supuesto, eso nunca llegó a pasar, y, en cierto modo, debo estarle agradecido al dichoso destino por haberme dejado perseguir lo que una vez llamé sueños.

Sin embargo, es en noches como esta (lluviosas y melancólicas) en las que mis experiencias de juventud afloran desde las profundidades de una mente inconexa e, incluso, un tanto alocada.
                Aún recuerdo, cada vez con menos precisión, una de nuestras primeras citas. Llevabas un ceñido y corto vestido rojo, acompañado por unas medias negras y unos tacones del mismo rojo pasión del precioso atuendo. No ibas maquillada (casi nunca lo hacías), salvo por el carmín de tus labios. Sin duda, a lo largo de los años me he ido dando cuenta de lo bella que fuiste y siempre has sido.
                Sin embargo, por aquel entonces yo perseguía la falda de una cantante sin éxito de country americano que era todo lo contrario a ti: estúpida, vanidosa y muy, muy atractiva (y no es que tú no lo fueras, sólo que no supe verlo). Tú, por tu parte, aún seguías con aquel maravilloso chico al que tiempo después dejarías. "Es demasiado bueno para mí, acabaré haciéndole daño", fueron tus palabras. Lo cierto es que nunca llegaría a entender el por qué lo hiciste, y creo que ni tú misma lo sabías.

                Aquella noche nos divertimos mucho, tanto que, a pesar de los años que han pasado, pocas veces lo he pasado tan bien. No es que fuera nada del otro mundo, pero hubo algo que no ha vuelto a estar presente nunca. Quizás fuera una mezcla de todo: te recuerdo sentada en la barra de un bar sobre un taburete alto, bebiendo de tu pajita negra aquel líquido transparente en un vaso de tubo, mientras me mirabas con los ojos muy abiertos, escuchando, sin perder ni un solo detalle; la historia que te contaba. De fondo sonaba Tears in Heaven, así que el maestro Eric Clapton ponía ese matiz nostálgico que toda buena velada debe tener.


                Cuando me enteré de tu muerte puse aquella misma canción en mi viejo equipo de música y rememoré aquella conversación. Los años han borrado de mi memoria las palabras que dije entonces, pero tus ojos marrones mirándome tan grandes jamás se me olvidarán. Junto al recuerdo de aquella noche, quizás motivada por la magia de esa melodía, una pregunta vino a mi cabeza: "¿qué hubiera pasado si nos hubiéramos besado?"
                Durante años elaboré mil y una respuestas, suponiendo que alguna en la que los dos acabábamos juntos sería la correcta, pero, extrañamente, la que más real me pareció fue aquella en la que, después de encajar el dulce golpe que se produce entre dos labios que se besan, me sonreías y, con una naturalidad y una confianza propias de ti, me decías: "sabes que no saldría bien. Somos de dos universos distintos". Después, me besabas una mejilla y, tan elegante como siempre, te ibas hacia tu coche silbando una de esas canciones de amor mexicanas que tanto te gustaban.

 Hoy se cumplían veinte años de tu muerte y he vuelto a poner esa vieja canción de Clapton, pero esta vez, en lugar de buscar otra respuesta a esa pregunta sin contestar, he lanzado un beso a la nada. El beso que nunca te di y que siempre te perteneció.