domingo, 31 de diciembre de 2017

Nerea.

El metro iba casi vacío, así que pude elegir dónde sentarme. Como no me gusta estar solo, me puse enfrente de una chica joven. Era rubia y poseía una belleza común pero precisa.
                Como tantos individuos, estaba absorta en su teléfono, pero, a veces, levantaba la cabeza y miraba a todos lados —como si buscara una persona que la salvara— para volver a caer en aquel infierno con forma de pantalla brillante.
                En uno de sus movimientos nuestras miradas se cruzaron. Fue sólo un instante, simple y fugaz, pero juro que algo cambió dentro de mí. Apenas un segundo había bastado para sembrar en mí algo, no sé muy bien el qué, pero era poderoso. Pero aquello no fue todo. En sus ojos (que eras marrones claros) vi una extraña felicidad superficial que ocultaba algo. Sin lugar a dudas, aquella mujer era un misterio y quizás, nadie más se hubiera dado cuenta, así que decidí guardarle el secreto.
                El resto del trayecto intercambiamos miradas, jugando a estar distraídos y no tener nada mejor que hacer, pero, a ambos se nos escapaban sonrisas inocentes que nos delataban. Cuando llegamos a su parada ella salió pitando del metro y yo, rápido de reflejos, decidí seguirla. La perdí entre la muchedumbre. Era curioso que estuviera tan abarrotado el andén, teniendo en cuenta la ausencia de pasajeros en el cubículo mecanizado. Pero por otra parte era lógico, pues nuestra línea era poco transitada debido al recorrido, carente de interés laboral a menos que fueras un estudiante o profesor. Además, era sábado.

                Nervioso, giré la cabeza en todas direcciones hasta que, la encontré. Andaba mirando su teléfono hacia las escaleras mecánicas. Corrí, sorteando como podía a personas de todas las edades. Cuando casi puso el pie sobre el escalón de acero le grité: “chica, espérame”. Ella, sorprendida, se giró y, mientras subía, susurró unos números que descifré de sus labios: “seis, tres, cinco, siete, siete, nueve, tres, siete, ocho”. Después, justo antes de girarse de nuevo, un nombre. Nerea.

viernes, 15 de diciembre de 2017

Bordillo.

Era una noche fría, propia de diciembre. Yo andaba de vuelta a casa después de una noche de juerga con mis amigos. Para ser justos diré que, aunque no iba borracho, sí que iba “contentillo”. Mi calle estaba desierta, o al menos eso creía yo. A pocos metros de mi casa, una chica, más o menos de mi edad; lloraba sobre el frío bordillo de la acera. 

Quizás fuera el alcohol, el que consiguió que me sentara a su lado. Ella me miró, interrogante, y sin saber muy bien cómo encajar que un desconocido se sentara a hacerle compañía.
Le ofrecí un cigarrillo. Aunque yo no fumaba. De hecho, aquel paquete no era mío. Me lo había encontrado en el bar y decidí llevármelo para mi tío. Negó con la cabeza, pero me pareció ver un atisbo de sonrisa en su rostro. Guardé la cajetilla. 
      Vamos a mi casa, aquí hace frío. Desde allí puedes llamar para que te recojan.
Asintió con la cabeza y, tras levantarme, me tendió la mano para que la ayudara. Después, anduvimos los escasos 50 metros hasta mi casa y entramos. Vi que tiritaba y pensé que quizás tuviera fiebre, así que no dudé un instante en prepararle un chocolate caliente. Era afortunada, nunca solía tener chocolate de hacer en casa, pero aquella semana habían venido unos primos de Suiza y me habían traído una tableta de “el mejor chocolate que jamás hayas podido probar”.

La llevé hasta el salón y la cubrí con varias mantas. Encendí la chimenea, a pesar de que eran cerca de las cuatro y media de la madrugada. Algo me decía que aquella noche iba a ser larga. Esperé hasta que tuvo mejor aspecto, y cuando dejó de temblar inicié la conversación:

      Hola, me llamo Santiago. Ahí tienes el teléfono, por si quieres llamar a alguien, aunque si lo prefieres, puedes pasar la noche aquí. Puedo dejarte un pijama y acercarte mañana a tu casa.
      Gracias. —Parecía tímida; sin embargo, era normal—. Me llamo María.
      Bonito nombre. Dime, María, ¿qué hacías a esa hora llorando en la acera?

Entonces su mirada se ensombreció aún más, y me asusté.

      Podemos hablar de otra cosa, si lo prefieres. O ver una película… Tengo una muy buena que…
      Lloraba supongo que por desesperación —rio de forma sarcástica—. Pensé que otro gilipollas era especial y que esta vez me quería por lo que era, pero me equivoqué. Y lo pillé en la cama con otra, seguramente igual de “única” como yo.
      Vaya —lo cierto es que no sabía muy bien que decir. Ella era muy guapa y parecía bastante inteligente—. Él no sabe lo que se pierde. Pareces una persona muy inteligente… ¿Sabes?  “El placer no está en follar. […] A mí me seducen las mentes, me seduce la inteligencia…”
      “... me seduce una cara y un cuerpo cuando veo que hay una mente que los mueve que vale la pena conocer...”
      “… Conocer, poseer, dominar, admirar…”
      “¡Hay que follarse a las mentes!” —Lo dijimos al unísono.

Hubo una conexión entre dos completos desconocidos. Algo mágico. Fuimos cómplices de un momento de unión superior a cualquier acto corporal.

Y, después de aquel intenso y fugaz instante, cayó exhausta, fruto del cansancio.

Esperé mirándola —incrédulo por lo que acababa de pasar— a que el fuego de la chimenea se ahogara para poder dormir. Pero me consumí antes que las últimas ascuas.

domingo, 10 de diciembre de 2017

El whisky de las 2:00 pm.

En esta hora en la que el desdén se apodera de mí, me viene a la mente tu recuerdo. Un tiempo de profunda tristeza con pequeños toques de alegría. Un momento en el que una sensación de engaño y desilusión consumía mi esperanza. La ilusión de volver a brillar, como una vez brillé, adorando la mirada de otra mujer.
Ambas eran tristes, cierto, pero quizás, el ímpetu que me provocaban aquellos primeros ojos me hacían querer luchar.

Hoy, falto de fe, me consumo. Lentamente, como el hielo que adorna mi ancho vaso, ya vacío, en el que una vez hubo algo que beber. Y es que en el fondo, no somos tan diferentes de un vaso de whisky. Ofrecemos lo mejor de nosotros y cuando ya lo tienen, dejan el hielo, esperando que otra copa los eleve al cielo o los lleve a una profunda depresión, sin darse cuenta de que, lentamente, nos vamos convirtiendo en esa agüilla que se tira para rellenar de nuevo la copa.

Pero entonces, justo antes de abandonarme, recuerdo: No somos una simple copa. Nos ilusionamos, y así crecemos como personas. Después nos derriban los pilares que sustentan esa cúpula que hemos llegado a tocar, para que, en un acto de rebeldía o al menos de ilusión, volvamos a construir otro edificio, esta vez, de otro estilo; hasta encontrar, por fin, aquel que más se adapte a las necesidades de nuestro corazón.