domingo, 13 de mayo de 2018

Dos mundos.


Pasé por delante de ti y, sin que te dieras cuenta, te observé. Fue un segundo, eterno para mí, fugaz e irrelevante para el resto de los mortales.
Estabas sentada sobre el bordillo de una pequeña valla de ladrillos. Tu pelo rojizo brillaba con luz propia bajo la sombra de un techo asfixiante. Llevabas una ceñida camiseta gris que dibujaba la curva de tus pechos y también la de tu tripa. Tus pronunciadas caderas también se dibujaban bajo la opresión de unos vaqueros claros, a juego con tu piel. A tus pies, por su parte, los protegían unas Converses rojas algo desgastadas.
Tus preciosos ojos oscuros miraban aburridos a tu amiga, que estaba sentada a escasos centímetros de ti. En la mano sujetabas tu teléfono, deseosa de que ella callara para poder perderte en un mundo irreal de dígitos interconectados. Tu perfil en las redes sociales te define y es que, quizás, es el lugar idóneo para ser quién no puedes ser en el mundo real.

Lo cierto es que, en el poco tiempo en que te vi, una sensación maravillosa inundó mi ser. Tu belleza, quizás algo subjetiva pero indiscutiblemente cierta, hacía estallar en mí una fuerte tensión, probablemente deseo, de acercarme y presentarme. Sin embargo, junto a esa sensación lujuriosa, un temible sentimiento de rechazo me sacudía, instantáneamente después del placer y me recordaba que nuestros mundos, aún pareciendo tan cercanos, estaban a años luz de distancia.

No puedo evitar pensar en lo que hubiese pasado si hubiera vencido a esa vergüenza, más propia de los adolescentes que de los adultos, y me hubiera presentado. Quizás hubiese sido un poco violenta, no te lo niego. Y, probablemente, te hubieras preguntado “y este tío, ¿de qué va?”. Aunque, también podría haber pasado todo lo contrario. Con suerte, te hubiera parecido gracioso o, al menos, un tanto divertido. Tal vez, hasta hubieras accedido a tomarte un café conmigo. ¿Quién sabe?

Dichosa estupidez humana, condenada cobardía paralizante y maldito geniecillo que me controla y me atonta. Ojalá fuera más irracional, más pasional, más lanzado. Ojalá pudiera, algún día sentarme a tu lado en ese bordillo y mirarte a los ojos, aunque fuera en silencio. Que me preguntaras qué me pasa o si tienes algo en la cara. Y que esta estupidez, vestigios del adolescente que fui, decidiera abandonarme a mi suerte. Pero eso no sucederá. Lo sé. Y seguiré pasando por delante de ti, sin que tú ni siquiera sepas quién soy, camino a mi mundo. Deseando pertenecer al tuyo, en silencio.

jueves, 3 de mayo de 2018

Galletas

El calor del verano aún no ha llegado a este pequeño pueblo de la costa mediterránea. Aunque el frío se aleja poco a poco, aún hace acto de presencia en las noches de fin de semana, momentos perfectos para que los jóvenes salgan a disfrutar de juergas propias de su edad. Algunos, los más conservadores, circulan cogidos de la mano de otra persona. Quizás nunca te hayas fijado, pero es bastante curioso ver los cortes de pelos y el color de estos, abundan las tonalidades oscuras —castañas, en su mayoría—, aunque también hay cabelleras rubias e, incluso, de colores tan exóticos como azules chillones, rosas fucsias o verdes pistachos; que, combinados con flequillos de punta o largas melenas, hacen que ver a los jóvenes por la calle sea todo un espectáculo para la vista.

Yo no soy viejo, de hecho, no hace mucho solía pasear abrazado a una chica alta, delgada y muy, muy inteligente. Pensaba que era la pareja ideal para mí. Éramos tal para cual, conectamos desde el primer día y nuestro romance fue digno de los poemas más picantes de cualquier escritor erótico. O al menos, eso parecía. Y, tal vez, fuese ese el problema, que parecíamos almas gemelas, pero realmente éramos de dos galaxias completamente diferentes. Tampoco quiero aburrirte con esta historia llena de pequeños detalles que carecen de importancia; el resultado ya lo conoces. Ella está ahora muy lejos de esta costa.

Durante estos últimos meses he tenido que volver a acostumbrarme a andar sólo por la calle en las frías noches de invierno, esperando encontrar a esa alma gemela que aún no ha llegado. Mientras esperaba —y sigo esperando—, veía series de amores que sólo ocurren en los guiones de los más sádicos redactores de historias: los falsos románticos. Además, siempre conseguían que me identificara con uno de los protagonistas y recreaban a la perfección el estilo de persona que busco. Supongo que, después de todo, soy igual de simple que el resto de la población mundial, uno más en la masa.
Pero, el buscar un final feliz a tu historia rota en Netflix no crea más que desolación y desesperación. ¿Por qué, si todo el mundo es tan feliz y tantas películas y series hablan de ese sentimiento, yo no lo tengo? ¿Acaso soy diferente al resto? Esas preguntas no fueron sino el inicio de unas más profundas, más complejas, más filosóficas. Preguntas que —supongo— todo el mundo se hace, pero que ninguna asignatura te prepara para ser capaz de afrontarlas. Y es ese el peaje que debemos pagar si queremos ser libres. Sin embargo, si consigues responder a las preguntas, quizás llegues a la misma conclusión a la que yo llegué: realmente, ¿cómo de importante es el amor? Nos dicen que la vida tiene un sentido, pero nadie ha conseguido demostrarlo. Y, cuando reprochas esa carencia, todo el mundo te habla del amor, ¡cómo si acaso ellos fueran expertos en sentimientos! ¡Necios! ¡Necios todos! El amor no es lo que te enseñan en las películas o en los libros, el amor es algo tan profundo, tan inexplicable, que es imposible de plasmar mediante palabras. ¡Porque nuestro lenguaje es limitado! Pero, por supuesto, el amor también se acaba. Todo tiene un final, es la única teoría —junto con que todo tiene un inicio— cierta e irrefutable en su totalidad. 
Esta falta de sentido existencial abruma a cualquier persona, sin embargo, no es tan distinto de comer galletas. Hay gente que raciona las galletas, otros que no pueden resistirse y acaban con el paquete entero… Millones de personas, millones de formas de comer galletas. Por eso, cuando el amor se acaba es como cuando se acaban las galletas. Hay gente que quiere más y no puede dejar de pensar en estas y otras que, cuando se acaban, ya no piensan más en ellas. Así estoy yo. Ya no tengo más galletas, se han acabado y no me importa. Obviamente, si hubiera chocolate o algo que pudiera sustituirlas lo comería —por simple gusto—, pero me da igual. Sólo pienso que algún día no habrá más galletas. Y, entonces, sólo puedo inclinar mi cerveza y sonreír a esas personas que aún comen galletas, mientras espero a que una nueva caja vuelva a aparecer en mi despensa.