martes, 13 de marzo de 2018

El crepúsculo.


La noche, de nuevo, me transporta a otros tiempos en los que el amor, la pasión y el desenfreno eran la tónica habitual.

La dulce voz que procede del equipo de música me eleva a esas tardes de estío en las que me sentaba sobre la fría arena de la playa y observaba, en pulcro silencio, cómo el sol se iba escondiendo, poco a poco, llevándose con él los deseos de un chico que buscaba su lugar en un mundo de adultos al que aún no pertenecía por completo.

Ahora, el desgarrador sonido del piano sosiega mi añoranza. Me recuerda, en cierto modo, que es normal echar de menos e, incluso, desear haber cambiado miles de errores. Pero, es la impotencia el precio que debemos pagar por mirar al pasado con unos ojos diferentes, curtidos por la experiencia y cansados por las desilusiones. Aún quedan, sin duda, destellos de lucidez entre las arrugas de alguien que ve cómo su vida se apaga.


El silencio que se alía con la penumbra de la oscuridad me incita a cerrar los ojos. Aún recuerdo los últimos acordes de la melodía y, mientras mi cabeza los toca una última vez, vuelvo a mirar a través de los ojos de aquel chaval, el último crepúsculo anaranjado de mi juventud. Jamás vi uno igual y entonces no lo sabía, pero ahora sé que ya no habrá ninguno más. La noche, sin estrellas a causa de la Luna llena, inunda mi ser y yo, poco a poco, al igual que ese sol anaranjado; noto como mi fuego interno se consume y, donde antes hubo una gran llamarada, ahora sólo quedan las ascuas de alguien moribundo.