La noche, de nuevo, me transporta
a otros tiempos en los que el amor, la pasión y el desenfreno eran la tónica
habitual.
La dulce voz que procede del
equipo de música me eleva a esas tardes de estío en las que me sentaba sobre la
fría arena de la playa y observaba, en pulcro silencio, cómo el sol se iba
escondiendo, poco a poco, llevándose con él los deseos de un chico que buscaba
su lugar en un mundo de adultos al que aún no pertenecía por completo.
Ahora, el desgarrador sonido del
piano sosiega mi añoranza. Me recuerda, en cierto modo, que es normal echar de
menos e, incluso, desear haber cambiado miles de errores. Pero, es la
impotencia el precio que debemos pagar por mirar al pasado con unos ojos
diferentes, curtidos por la experiencia y cansados por las desilusiones. Aún
quedan, sin duda, destellos de lucidez entre las arrugas de alguien que ve cómo
su vida se apaga.
El silencio que se alía con la
penumbra de la oscuridad me incita a cerrar los ojos. Aún recuerdo los últimos
acordes de la melodía y, mientras mi cabeza los toca una última vez, vuelvo a
mirar a través de los ojos de aquel chaval, el último crepúsculo anaranjado de
mi juventud. Jamás vi uno igual y entonces no lo sabía, pero ahora sé que ya no
habrá ninguno más. La noche, sin estrellas a causa de la Luna llena, inunda mi
ser y yo, poco a poco, al igual que ese sol anaranjado; noto como mi fuego
interno se consume y, donde antes hubo una gran llamarada, ahora sólo quedan
las ascuas de alguien moribundo.