domingo, 21 de octubre de 2018

Vuelo


      Hace mucho tiempo de esta foto —dijo, sosteniendo una postal descolorida entre sus manos—. Cuando la hice era un poco mayor que tú, entonces era alguien muy apuesto y le gustaba mucho a las niñas. Aquel era mi sitio favorito y allí solía llevar a mis novietas, para que vieran la puesta de sol. Eso, pequeño Antonio, es algo que siempre funciona. No sé por qué, pero ver el cielo naranja apagarse nos hace olvidarnos que somos mortales y durante unos minutos sólo podemos mirar cómo el día va muriendo, lentamente.
      ¿Quién es la mujer de la foto, abuelo? ¿Es la abuela?
      No, no es la abuela. Ella era alguien muy especial. Normalmente, cuando llevaba a las chicas allí todas rompían esa atmósfera mágica que se formaba, todas exclamaban lo bonito que era aquello, o se resaltaban el color rojizo de los arreboles.
      ¿Qué es un arrebol, abuelo? —Interrumpió el pequeño Antonio.
      Las nubes, cuando el sol se está ocultando, se ponen de un color anaranjado, ¿verdad? —Antonio asintió—. Pues a eso se le llama arrebol.
      Oh, no lo sabía.
      ¡Pues ya sabes algo nuevo! —hizo una pausa de unos segundos—. Te decía que todas las mujeres a las que llevaba allí rompían el silencio exclamando evidencias. Todas, menos aquella chica. Ella se quedó callada mirando al firmamento. Fue como si hubiera visto algo entre las nubes y no pudiera dejar de mirarlo, o como si hubiera sentido innecesario romper aquel poder. Entonces fui yo el que lo hizo. Le saqué aquella foto, porque la vi hermosa y, desgraciadamente, el sonido del objetivo al disparar la alertó. No se enfadó, simplemente perdió su majestuosidad —el pequeño empezó a mirar raro a su abuelo pues hacía un rato que no entendía bien lo que le pasaba—. Hacerle aquella foto fue como tirar un carísimo jarrón de porcelana china —hizo un ademán de añadir algo, pero no siguió con su relato.
      ¿Qué pasó con aquella mujer, abuelo?
      Estuvimos juntos poco tiempo. Ella se fue a vivir lejos de aquí, a los Estados Unidos y yo no me atreví a seguirla. La quería muchísimo, más que a la abuela —las lágrimas empezaron recorrer sus arrugadas mejillas—, pero tenía mucho miedo.
      ¿Era tu media naranja, abuelo?
      ¿Dónde aprendes esas cosas, Antoñito? —rio mientras lo decía.
      Es lo que oigo en las películas que ven papá y mamá, y en sus conversaciones. Siempre dicen que quieren ser como la abuela y tú, una naranja completa.
      Valientes dos románticos que están hechos tus padres… Yo no sé —su tono se tornó más serio— si existen las medias naranjas o no, lo que sé es que no hay día de mi vida que no me haya arrepentido, por un lado, de no haberme ido con ella. Antoñito, yo quería mucho a la abuela, no olvides eso. Junto a ella pude formar una familia. Tú estás aquí gracias a que me quedé aquí. Pero, si pudiera volver a ser joven, me marcharía. Recuerda esto, pequeño: a veces, lo correcto no siempre la mejor opción. A veces necesitamos un poco de locura, y hacer lo que sintamos que debemos hacer, aunque todo el mundo diga lo contrario. Es tu vida, no dejes que otros te la dirijan.


Sonó entonces el estruendo del despertador. Era hora de vestirse y coger la maleta, un largo vuelo esperaba.

domingo, 14 de octubre de 2018

Naranja.


El dulce color anaranjado de las nubes brillaba con la misma fortaleza que tu sonrisa. Rompía la uniformidad azulada del cielo y me recordaba la definición de revolución. Quizás sólo fuera una experiencia estética, pero si hubiera de tener algún significado, sin lugar a dudas, éste sería esperanzador. Era lo único con luz en aquella sombría escena.

La tierra me recordaba que mi lugar estaba en la oscuridad y, cuánto más rápido iba, más se difuminaba todo; fundiéndome en su interior. Pero eso no pasaba allí arriba. Daba igual la velocidad, daba igual que los arbustos taparan el horizonte; las nubes sabían escapar. Y encontraban la forma de atravesar aquella difusa silueta. Bastaba con alzar la mirada. Entonces ocurría. Su magia te cautivaba y, por un instante, te sentías como un pájaro. Libre, inmortal, único. Ya no eras una simple sombra encadenada a un mundo de realidades, te convertías en alguien capaz de volar entre un sinfín de posibles.

Pero el naranja se marchó y dio paso a la noche. Y toda esa magia se fundió en forma de pequeñas joyas brillantes, mecidas al son de una nana que cantaba alguien desde el canto de la media luna:
Duerme, pequeño. Ya volarás mañana.