El dulce color anaranjado de las
nubes brillaba con la misma fortaleza que tu sonrisa. Rompía la uniformidad azulada
del cielo y me recordaba la definición de revolución. Quizás sólo fuera una
experiencia estética, pero si hubiera de tener algún significado, sin lugar a
dudas, éste sería esperanzador. Era lo único con luz en aquella sombría escena.
La tierra me recordaba que mi
lugar estaba en la oscuridad y, cuánto más rápido iba, más se difuminaba todo; fundiéndome
en su interior. Pero eso no pasaba allí arriba. Daba igual la velocidad, daba
igual que los arbustos taparan el horizonte; las nubes sabían escapar. Y encontraban
la forma de atravesar aquella difusa silueta. Bastaba con alzar la mirada.
Entonces ocurría. Su magia te cautivaba y, por un instante, te sentías como un
pájaro. Libre, inmortal, único. Ya no eras una simple sombra encadenada a un
mundo de realidades, te convertías en alguien capaz de volar entre un sinfín de
posibles.
Pero el naranja se marchó y dio
paso a la noche. Y toda esa magia se fundió en forma de pequeñas joyas
brillantes, mecidas al son de una nana que cantaba alguien desde el canto de la
media luna:
Duerme, pequeño. Ya volarás mañana.
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