domingo, 31 de diciembre de 2017

Nerea.

El metro iba casi vacío, así que pude elegir dónde sentarme. Como no me gusta estar solo, me puse enfrente de una chica joven. Era rubia y poseía una belleza común pero precisa.
                Como tantos individuos, estaba absorta en su teléfono, pero, a veces, levantaba la cabeza y miraba a todos lados —como si buscara una persona que la salvara— para volver a caer en aquel infierno con forma de pantalla brillante.
                En uno de sus movimientos nuestras miradas se cruzaron. Fue sólo un instante, simple y fugaz, pero juro que algo cambió dentro de mí. Apenas un segundo había bastado para sembrar en mí algo, no sé muy bien el qué, pero era poderoso. Pero aquello no fue todo. En sus ojos (que eras marrones claros) vi una extraña felicidad superficial que ocultaba algo. Sin lugar a dudas, aquella mujer era un misterio y quizás, nadie más se hubiera dado cuenta, así que decidí guardarle el secreto.
                El resto del trayecto intercambiamos miradas, jugando a estar distraídos y no tener nada mejor que hacer, pero, a ambos se nos escapaban sonrisas inocentes que nos delataban. Cuando llegamos a su parada ella salió pitando del metro y yo, rápido de reflejos, decidí seguirla. La perdí entre la muchedumbre. Era curioso que estuviera tan abarrotado el andén, teniendo en cuenta la ausencia de pasajeros en el cubículo mecanizado. Pero por otra parte era lógico, pues nuestra línea era poco transitada debido al recorrido, carente de interés laboral a menos que fueras un estudiante o profesor. Además, era sábado.

                Nervioso, giré la cabeza en todas direcciones hasta que, la encontré. Andaba mirando su teléfono hacia las escaleras mecánicas. Corrí, sorteando como podía a personas de todas las edades. Cuando casi puso el pie sobre el escalón de acero le grité: “chica, espérame”. Ella, sorprendida, se giró y, mientras subía, susurró unos números que descifré de sus labios: “seis, tres, cinco, siete, siete, nueve, tres, siete, ocho”. Después, justo antes de girarse de nuevo, un nombre. Nerea.

viernes, 15 de diciembre de 2017

Bordillo.

Era una noche fría, propia de diciembre. Yo andaba de vuelta a casa después de una noche de juerga con mis amigos. Para ser justos diré que, aunque no iba borracho, sí que iba “contentillo”. Mi calle estaba desierta, o al menos eso creía yo. A pocos metros de mi casa, una chica, más o menos de mi edad; lloraba sobre el frío bordillo de la acera. 

Quizás fuera el alcohol, el que consiguió que me sentara a su lado. Ella me miró, interrogante, y sin saber muy bien cómo encajar que un desconocido se sentara a hacerle compañía.
Le ofrecí un cigarrillo. Aunque yo no fumaba. De hecho, aquel paquete no era mío. Me lo había encontrado en el bar y decidí llevármelo para mi tío. Negó con la cabeza, pero me pareció ver un atisbo de sonrisa en su rostro. Guardé la cajetilla. 
      Vamos a mi casa, aquí hace frío. Desde allí puedes llamar para que te recojan.
Asintió con la cabeza y, tras levantarme, me tendió la mano para que la ayudara. Después, anduvimos los escasos 50 metros hasta mi casa y entramos. Vi que tiritaba y pensé que quizás tuviera fiebre, así que no dudé un instante en prepararle un chocolate caliente. Era afortunada, nunca solía tener chocolate de hacer en casa, pero aquella semana habían venido unos primos de Suiza y me habían traído una tableta de “el mejor chocolate que jamás hayas podido probar”.

La llevé hasta el salón y la cubrí con varias mantas. Encendí la chimenea, a pesar de que eran cerca de las cuatro y media de la madrugada. Algo me decía que aquella noche iba a ser larga. Esperé hasta que tuvo mejor aspecto, y cuando dejó de temblar inicié la conversación:

      Hola, me llamo Santiago. Ahí tienes el teléfono, por si quieres llamar a alguien, aunque si lo prefieres, puedes pasar la noche aquí. Puedo dejarte un pijama y acercarte mañana a tu casa.
      Gracias. —Parecía tímida; sin embargo, era normal—. Me llamo María.
      Bonito nombre. Dime, María, ¿qué hacías a esa hora llorando en la acera?

Entonces su mirada se ensombreció aún más, y me asusté.

      Podemos hablar de otra cosa, si lo prefieres. O ver una película… Tengo una muy buena que…
      Lloraba supongo que por desesperación —rio de forma sarcástica—. Pensé que otro gilipollas era especial y que esta vez me quería por lo que era, pero me equivoqué. Y lo pillé en la cama con otra, seguramente igual de “única” como yo.
      Vaya —lo cierto es que no sabía muy bien que decir. Ella era muy guapa y parecía bastante inteligente—. Él no sabe lo que se pierde. Pareces una persona muy inteligente… ¿Sabes?  “El placer no está en follar. […] A mí me seducen las mentes, me seduce la inteligencia…”
      “... me seduce una cara y un cuerpo cuando veo que hay una mente que los mueve que vale la pena conocer...”
      “… Conocer, poseer, dominar, admirar…”
      “¡Hay que follarse a las mentes!” —Lo dijimos al unísono.

Hubo una conexión entre dos completos desconocidos. Algo mágico. Fuimos cómplices de un momento de unión superior a cualquier acto corporal.

Y, después de aquel intenso y fugaz instante, cayó exhausta, fruto del cansancio.

Esperé mirándola —incrédulo por lo que acababa de pasar— a que el fuego de la chimenea se ahogara para poder dormir. Pero me consumí antes que las últimas ascuas.

domingo, 10 de diciembre de 2017

El whisky de las 2:00 pm.

En esta hora en la que el desdén se apodera de mí, me viene a la mente tu recuerdo. Un tiempo de profunda tristeza con pequeños toques de alegría. Un momento en el que una sensación de engaño y desilusión consumía mi esperanza. La ilusión de volver a brillar, como una vez brillé, adorando la mirada de otra mujer.
Ambas eran tristes, cierto, pero quizás, el ímpetu que me provocaban aquellos primeros ojos me hacían querer luchar.

Hoy, falto de fe, me consumo. Lentamente, como el hielo que adorna mi ancho vaso, ya vacío, en el que una vez hubo algo que beber. Y es que en el fondo, no somos tan diferentes de un vaso de whisky. Ofrecemos lo mejor de nosotros y cuando ya lo tienen, dejan el hielo, esperando que otra copa los eleve al cielo o los lleve a una profunda depresión, sin darse cuenta de que, lentamente, nos vamos convirtiendo en esa agüilla que se tira para rellenar de nuevo la copa.

Pero entonces, justo antes de abandonarme, recuerdo: No somos una simple copa. Nos ilusionamos, y así crecemos como personas. Después nos derriban los pilares que sustentan esa cúpula que hemos llegado a tocar, para que, en un acto de rebeldía o al menos de ilusión, volvamos a construir otro edificio, esta vez, de otro estilo; hasta encontrar, por fin, aquel que más se adapte a las necesidades de nuestro corazón.

jueves, 26 de octubre de 2017

Laura.

         Cuando llegué a casa Alicia estaba en la cocina, de pie, esperándome. Un escalofrío me
invadió el cuerpo. Algo había hecho mal, pero no sabía el qué.
         Empezó a contarme la historia de una tía de su madre. ¿Qué quería decirme con aquello? En
fin, yo sólo podía asentir, simulando que prestaba atención. Aunque lo cierto es que no podía dejar
de pensar en el partido de esa noche. Nos lo jugábamos todo contra nuestro rival directo. De pronto
me pareció oír la palabra “hijos”. El mal presentimiento empezaba a convertirse en una realidad.
Alicia provenía de una familia en la que abundaban los hijos, al menos tenías que tener tres para
que te consideraran un buen descendiente. ¡Valiente estupidez y menuda carga! Ya habíamos
hablado varias veces sobre el tema, y siempre se enfadaba muchísimo porque le decía que no
pretendía tener más de uno o dos hijos. “Seremos la vergüenza de la familia.” Siempre me decía.
“De tu familia.” Contraatacaba yo. Después de mi defensa, siempre me llovía una manta y un
condena un tanto injusta. “Esta noche duermes en el sofá.” A veces pensaba que si ella no fuera tan
guapa ni siquiera me molestaría en aguantarla.

            Cuando las palabras “hijos” y “familia” comenzaban a sonar muchas veces en poco tiempo en su discurso, me dirigí a la nevera y la abrí. Saqué un refresco. Odiaba que me pusiera a juguetear con la anilla de una lata, así que hice eso. Después de unos minutos se fue, muy ofendida de la cocina. Yo miré entonces el reloj y vi que quedaban apenas treinta minutos para el partido, así que me fui. De camino al estadio sonó una balada de Sting en la radio y, sin saber muy bien por qué, la imagen de una muchacha me vino a la cabeza.
            Era muy joven, vestía como una universitaria cualquiera, con unos vaqueros y una camiseta
blanca. Estaba sentada en el bordillo de una gran fuente, en mitad de un parque. Posiblemente era
medio día porque su melena brillaba en sintonía con el agua. Miraba hacia el lugar desde que yo la
contemplaba y sonreía. Además, tenía las mejillas un poco sonrojadas.
            Después alguien la llamaba y ella se giraba. Y ahí acababa ese recuerdo.
            No pude quitarme de la mente la imagen de aquella chiquilla. Estuve los noventa minutos
que duró el partido dándole vueltas.

           

            Cuando llegué a casa, contento por un lado (habíamos ganado el partido) y pensativo por
otro, me cayó en la cabeza una almohada. Aquello me molestó bastante y exploté.
            Durante los cincuenta minutos siguientes, el salón se convirtió en un campo de batalla con
gritos, insultos y cojines volando. Hasta que metí la pata. No sé por qué, sólo sé que dije “Con
Laura esto no pasaba, ¿sabes?” No pude liarla más. Alicia se fue llorando y cuando fui tras ella y
traté de abrazarla me empujó y me pidió, muy violentamente que me fuera de la casa. Merecido lo
tuve. Cumplí mi condena durmiendo en el coche. Aunque dormí poco. No paré de darle vueltas a
aquel nombre… Laura.
             Tras una hora de tratando de acordarme, el sueño me venció, pero justo antes de quedarme
dormido ella vino a mi mente. ¡Laura era la chica del recuerdo! Fuimos compañeros en la carrera y
yo me enamoré nada más verla. Creo que a ella también le gustaba, pero cuando iba a lanzarme
alguien la llamó y ella se giró. Después se besaron. Aquello me dolió bastante y nuestra relación
nunca volvió a ser la misma. Yo seguía locamente enamorado de ella, pero me lo guardaba para mí.
Entonces conocí a Alicia. Lo cierto es que empecé a salir con ella para darle celos a Laura, pero no
funcionó muy bien. Poco después de empezar mi relación con ella, Laura regresó a su ciudad natal
y yo me quedé allí, con novia y el corazón triste.
              El tiempo fue pasando y como tampoco encontré nada mejor y estaba bien con ella, diez
años después de empezar a salir, me casé con Alicia. Ese mismo tiempo se llevó el recuerdo de
Laura y me sanó las heridas de mi corazón. O al menos, eso creía yo.

              Aquella noche en el coche su sonrisa volvió a matarme. Decidí entonces que tenía que encontrarla y confesarle lo que había sentido por ella en la universidad y lo que volvía a rondarme por el corazón.
Tras varias semanas de búsqueda, conseguí su Facebook. ¡Dios te bendiga Internet! Empecé a
hablar con ella y acabé enterándome de que había vuelto a la ciudad y que estaba divorciada.
Aceptó a quedar conmigo con la escusa de ponernos al día. Y por supuesto, me faltó tiempo para
concretar la cita.

              Cuando llegó el gran día me puse muy nervioso, dudé incluso de que fuera a venir, pero
cuando llegué la cafetería de nuestra facultad me sorprendió mucho que estuviera allí. También me
alegró mucho. Noté un cosquilleo en el estómago, algo que se hizo aún más profundo cuando me
senté a su lado y vi que estaba aún más guapa que la última vez que nos vimos. Jo, ¡qué bien le
habían sentado los años!

               Estuvimos charlando cerca de dos horas sobre nuestras vidas, hasta que, antes de
despedirnos le dije que tenía una cosa que contarle. Como sabía que mi casa no era lugar seguro, le
pregunté si la suya estaba disponible para hablar en privado. No puso oposición, así que la seguí
hasta su hogar. Una vez allí me sirvió un vaso de agua y nos sentamos en el sofá del salón. Bebí
agua, mientras ella me miraba expectante de tal hecho tan importante que debía conocer.
Empecé a comentarle el conjunto de sentimientos que sentía por ella en la universidad, pero ella me
cortó a mitad del relato con un “¡ya lo sabía! Se te notaba mucho.” En aquel momento me puse un
poco colorado y no pude dejar de desear que la tierra me tragara. Pero entonces, después de un par
de segundos de pausa, ella añadió que también estaba enamorada de mí en la facultad. Dios, ¿y por
qué había empezado a salir con aquel tipo? No se lo pregunté, pero sí que lo pensé. Creo que me
leyó la mente, porque me miró con ojos de culpable y me dijo que él se me adelantó. Pasó por mi
cabeza la idea de marcharme del lugar, pero tras refrescar mi boca agarré muy fuerte uno de los
cojines y me sinceré. “Laura, el otro día volviste a mí mente. Tu recuerdo me abordó en mitad de
una canción de Sting y desde entonces no dejo de pensar en ti. No sé si son las cenizas de lo que
una vez ardió, o si es el Fénix, que está resucitando. Lo único que sé es que te quiero, y que espero
no llegar demasiado tarde.” Se quedó muda y me miró fijamente a los ojos. Yo empezaba a perder
la esperanza, de hecho, casi estaba de pie cuando se me acercó, y me abrazó. Lo hizo fuerte, muy
fuerte. Tanto que más que abrazando me estaba estrujando. Pero cuando me soltaba, un segundo
antes de despegarse del todo me besó.

jueves, 5 de octubre de 2017

El arte.

Entré, no sé muy bien por qué, a uno de esos lugares donde abundan cuadros y esculturas. Museos creo que se llaman. Ya saben al lugar al que me refiero. El sitio al cual va todo el mundo a contemplar retratos de escenas de hace años mientras suspiran. No les entiendo, de verdad. Quizás sea un auténtico paleto.
Bueno, iba andando por todas aquellas salas y vi una escultura de gran tamaño. Era de mármol y representaba a un dragón. Quedé maravillado. ¡Era tal y cómo me los imaginaba! Estuve como cinco minutos contemplándolo de arriba abajo e incluso saqué una foto disimuladamente con mi teléfono. Después pasé a un gran salón. En otra época estoy seguro que allí cenaban grandes reyes, pero hoy guardaba parte de la decoración de aquel entonces y un gran cuadro justo encima de la típica silla de banquete medieval que salen en las películas. Sin duda era la obra estrella del museo, pues  en aquel gigantesco salón apenas cabía un alfiler. Había como tres colas para ver aquel cuadro.
Tras unos diez minutos de espera pude ver, apenas dos segundos, el dichoso cuadro. No era para tanto, ¡eh! Era básicamente una fotografía de uno de los muchos reyes que gobernó el castillo, aunque, lógicamente, hecha pincelada a pincelada. El trazo era perfecto y la escena muy nítida. Pero a mí no me decía nada en especial, así que cuando el guardia me dijo que mi turno de contemplación había acabado no supliqué más tiempo. De veras que no entendía a todas aquellas personas. ¿Qué tenía de especial aquel retrato? Cuando salimos de allí, le pregunté a mi mujer por qué le gustaba tanto aquel cuadro, y ella me dijo que lo había pintado un gran artista de aquel mismo país. Luego estuvo un rato hablándome de técnicas pictóricas ¡cómo si ella fuera experta en el tema!
Llegamos entonces a una pequeñita sala. Aquí apenas había un par de parejas, contemplando un gran mural hecho sobre la misma pared. Cuando lo vi, me vino a la mente la movida hippie. Al lado del muro había un pequeño cartel que explicaba la historia de esta obra. Resulta que en los Años 60 un grupo de anti nucleares se atrincheró en el castillo a modo de protesta contra las políticas nucleares del gobierno de por aquel entonces. Durante su estancia allí se pasaban los días protestando y pintando cosas en lienzos para después colgarlos de la fachada. Un día se quedaron sin papel, así que lo hicieron en una de las paredes. Era magnífico. ¿Saben la nube en forma de hongo característica de las explosiones nucleares? Pues la imagen era esa, pero el humo tenía muchos colores, rojo, morado, verde, azul amarillo…; el contorno era negro y el fondo era un cielo azul, blanco y turquesa. Sin duda era lo mejor, junto a la estatua del dragón de la entrada, que había en el museo.
Mi mujer, pasados un par de minutos me pidió marcharnos, pues quería ir a otro museo antes de volver al hotel. Pero le pedí unos minutos más. Me preguntó por qué, si aquello era un dibujo de unos muchachos colocados. No imaginan cuánto me dolió aquello. “Un dibujo de unos muchachos colocados.” ¿Cómo podía decir aquello del mural? Era perfecto. Tenía sentimiento, preocupación. Tenía sentido. Ya sé que no era igual de perfecto que el cuadro del rey, pero, al menos transmitía humanidad. No era frío, como la mirada del monarca. Nadie lo había firmado. ¡Su objetivo no era pasar a la historia inmortalizando a alguien importante o un momento histórico! Su función era la de luchar. Por supuesto, ninguno de los que se habían quedado absortos con el bigote del señor de la gran sala lo calificó como arte, pero para mí, aquel colorido “dibujo” sobre unos viejos ladrillos era mucho más sincero que el otro.
De hecho, si te fijas bien puedes ver la figura de un payaso. ¡Qué genio el que lo hizo!

Ojalá entendiéramos que el arte no es sólo lo que basa en las reglas que nos han explicado desde pequeñitos. Porque un relato de Bukowski es igual de artístico que un poema de Machado, una canción de Fito igual que una sinfonía de Mozart, que “El David” de Miguel Ángel y “La Fuente” de Duchamp, un cuadro de Velázquez y un Solter (artista psicodélico. Jonathan Solter), o que una de Tarantino o Woody Allen no tienen nada que envidiarle a uno  de los teatros de Shakespeare. Porque sobrevaloramos lo que se acerca al canon que unos “viejos” nos han dado de lo que ellos entienden por arte y nos olvidamos de nuestro propio criterio, de lo que realmente nos transmite algo. Porque el arte no es otra cosa que aquello que nos transmite pasiones, sin importar la técnica ni la belleza.  “Al final el oro es oro, no importa si es de 14 kilates o de 21 kilates.

lunes, 25 de septiembre de 2017

Elisabeth.

Llamé a Elisabeth para ir a pasear. A ella le encanta y a mí me encantaba ella.
Aceptó encantada, así que me cité con ella cinco minutos después de la llamada. Su casa estaba a unos dos cruces de la mía, así que no tardaba más de dos minutos en ir de puerta a puerta.
Cuando llegué, a la hora acordada, Elisabeth me estaba esperando en el porche. Estaba sentada en el balancín, meciéndose. Llevaba una camisa celeste que con el traqueteo me permitía ver parte de su blanco estómago, también llevaba unos fabulosos vaqueros Levi’s 501 de los que presumía constantemente, y unas zapatillas que me recordaron a las New Balance, pero que en realidad resultaron ser unas Reebook moradas. Yo vestía parecido, vaqueros, camisa de leñador, unas botas de cuero y unas gafas de sol italianas que costaban como toda mi ropa junta, pero que habían sido de mi padre.
Después de saludarme con un fuerte abrazo, nos pusimos en marcha. Nuestro ritmo era lento, nos gustaba contemplar el paisaje, y no teníamos prisa. Además, cuando paseaba con ella, solíamos jugar a un juego que le encantaba: Imaginarnos la vida de las personas que viéramos por la calle. Era muy raro que ella contara alguna vida, pues siempre alegaba falta de imaginación, pero adoraba que yo lo hiciera.
Nuestra primera víctima fue un anciano, el viejo Earl. Era negro, así que empecé a contarle su vida.
Se llama Earl y nació en un suburbio de Nueva Orleans. Mamó desde muy chico el Jazz, pues su padre tocaba el saxofón en un bar junto a la rivera del Misisipi y su madre era corista en la iglesia. Se graduó en el conservatorio de armónica y estudió la carrera de piano. Además, se mudó aquí joven, con 35 o 40 años, justo después de graduarse, para empezar a dar clase en la escuela pública. Allí conoció a su señora, que ahora está gorda como una foca, pero que hace los mejores ‘cupcakes’ del barrio.
Juro por Dios que Elisabeth no dejó de reírse en todo el relato, aunque cuando le dije lo de la señora de Earl me dio un codazo en el brazo y exclamó “¡Phil, no te metas con la pobre señora!
A Elisabeth no le gustaba que me metiera con la gente. Era muy cristiana y detestaba que las personas se insultaran o se metieran con otras personas. Yo lo hacía sin malicia, así que seguí haciéndolo.
Tras la breve pero divertida descripción de Earl, seguimos por una calle llena de árboles, camino de la cafetería donde iríamos a merendar.
Cuando estábamos a punto de llegar, nos cruzamos con una chica joven y muy guapa que estaba sentada llorando desconsoladamente en un banco.
Esa chica se llama Ann. Es estudiante de primer curso en la universidad de la ciudad, más concretamente estudia periodismo. Siempre le gustó informar. De pequeña cogía un bolígrafo e iba por toda la casa entrevistando a su familia. ¡Su hermano pequeño llegó a pensar que salía en la tele de verdad y todo! Poco antes de entrar a la carrera, conoció a un chico. Es muy guapo, alto y musculoso. Juega al baloncesto en la misma universidad y está estudiando para ser profesor de deporte en el instituto de su ciudad.  Anoche le pilló en su Cadillac jugando a encestarla con su mejor amiga… ¡PHILIPS!
Después de la interrupción seguimos hasta llegar a nuestro destino. Nos sentamos en una mesa en el exterior, no hacía frío, pero aún así, me pedí un té americano muy caliente y sin alcohol. Elisabeth pidió un Latte. Debo decir que soy amante del café, pero que aquel día se me apeteció un té con canela y leche.
En la cafetería me contó que había conocido a un chico, y eso me desilusionó bastante. No puedo decir que ella me tuviera enamorado, pero sí que me gustaba bastante. La consideraba un buen partido.
Por la descripción que me dio del tío supe enseguida que era un imbécil que lo único que quería era encestarla. Pero Elisabeth, ingenuamente me pidió que le contara su historia. Además recalcó que la contara tal y como la pensaba. Ante aquella petición de ser sincero, no pude negarme.
Tenía un don para captar las mentiras. Así que tuve que relatarla tal y como mi cabeza me decía que sería.
Austin es un tipo alegre, divertido, atractivo y muy inteligente, como tú misma me has descrito antes. Además, por la foto que me has enseñado de él, tiene pinta de ser un estudioso de los números. Me apostaría una cena en el Space Needle a que trabaja como asesor financiero en una gran multinacional. Estoy convencido de que tiene un coche europeo, quizás un Mercedes o un Audi deportivo. Entre sus aficiones destacan el jugar al golf con importantes empresarios y el follar cada semana con una chica diferente.
No me dejó terminar. Elisabeth me dijo que él no era de ese tipo de hombres y se marchó. Así que yo me tomé mi humeante té contemplando la figura del vaso de cartón con el Latte de ella por la mitad. Para mis adentros pensé que no durarían más de dos meses, lo que Austin tardara en cansarse de jugar siempre en el mismo hoyo.

Efectivamente, así fue. Dos meses después de que empezaran la relación, acudí a verla a su casa. Pero me llevé una sorpresa. Austin estaba entrando a casa de Elisabeth acompañado de una muchacha mucho más joven y atractiva que ella.

martes, 5 de septiembre de 2017

Amélie.

Cojo la chaqueta y abro la puerta. Quiero ir a pasear.
Salgo, no sin antes coger las llaves y cierro con sumo cuidado. No quiero que mi vieja vecina de rellano se despierte de la siesta.
Son las cuatro y el otoño reina en la calle.


Bajo las escaleras a buen ritmo, paseando la mano por la barandilla. Imaginando que es un pájaro que sobrevuela una meseta inmensa.
Cuando llego al final de la escalera el vuelo acaba, no sin antes ejecutar un último movimiento de libertad, un acto que libera al pájaro que vive en mi mano.


Salgo del portal y el señor Poulán me saluda. Como cada tarde espera a que sus niños regresen de la escuela, mientras él se fuma un cigarrito.
Yo, inocente como siempre, le devuelvo el gesto con una sonrisa algo tímida.


Avanzo en una nube de alegría. Tengo la sensación de que voy flotando entre una arboleda color sepia y un cielo turquesa.
Quizás sea esta canción, en la que el violín da puntadas de agonía y el chelo te reconforta el alma.
Realmente creo que estoy enamorada.


No puedo dejar de pensar en esta melodía, en sus toques cálidos, en sus desgarradores puntos. Me recuerda a él. A sus fríos ojos azules, a su cálida sonrisa.

Y lo único que puedo hacer es escuchar esta canción una y otra vez, como, si por arte de magia, me lo devolviera a mis brazos, besándome intensamente en una tarde fría de otoño como esta en un París gélido de amor.

martes, 29 de agosto de 2017

Agua caliente.

Ahora mismo desearía ser como Bukowski, aunque soy más bien como uno de sus personajes.
Alguien estúpido, un borracho que no tiene ni idea de la vida ni del amor.


¿Dónde está la princesa de la que hablan los cuentos? Y ?por qué no soy un jodido caballero?
Yo también quiero ser un héroe valiente y apuesto, alguien que coma perdices junto a una buena esposa y gobierne en un pequeño reino de la frondosa Selva Negra, que ni es negra ni es selva.
¡Hasta en eso nos mienten! ¿Por qué “Selva Negra”? ¡Si es un maldito bosque verde!


En fin, el mundo está lleno de imbéciles y yo sé que soy el primero de ellos.


Hace mucho tiempo que dejé de escribir en negro o en azul, supongo que quería destacar en algo. Tampoco me casé.
No he conseguido entender el amor, y nadie me lo ha explicado nunca.
Yo, simplemente, viajaba de cama en cama, de labios en labios, en un sucio deportivo europeo de tercera o cuarta mano.
Aunque a veces pienso que ese montón de chatarra con ruedas es igual que yo. Algo que nadie quiere. Creo que ni yo le quiero, pero tampoco hay nada mejor.


Bueno, sí que hay algo mejor: una ducha con agua caliente.
¿Saben? Hay tres cosas de las que no podemos huir una vez las hemos probado, tres cosas a las que, de una manera u otra, nos volvemos adictos:
Sexo, alcohol y una ducha con agua caliente.


Y es curioso, porque nadie piensa nunca en el agua caliente, pero es ella quien nos eleva al cielo después de un largo día de trabajo invernal, o quien nos permite pasar menos calor en un caluroso día de verano (esto no lo sabían, ¿verdad?).


Pero, sin duda, lo que más me calienta es el destino.
Todo el maldito mundo tiene sueños, un camino hecho a medida para ellos.


Pues bien, yo creo que lo que me depara el destino es morir en un jodido hospital, mientras en mi cabeza suena “Knocking on Heaven’s Door” interpretado por Dylan y el techo de la habitación se va volviendo borroso hasta que se vuelve una simple mancha translúcida.


Bueno, no estoy seguro de si eso es mi muerte o un orgasmo después de machacármela en mi habitación.
No sé, creo que ambas situaciones son igual de repugnantes.

Me iré a dar una ducha caliente.

viernes, 7 de julio de 2017

La urna.

Es un día tranquilo. Sólo se escucha el mar rompiendo contra los acantilados.

Hubiera sido, sin duda, el día perfecto para convertirme en lo que Nietzsche llamaba "Übermensch" , y sin embargo, allí estaba yo, sin saber muy bien el por qué. 

Era muy temprano. Es cierto que el día ya había amanecido, pero quizás los pájaros estaban remoloneando, o quizás ni si quiera los había. 
Recuerdo que me asomé al acantilado y vi un mar manso, que más que romper contra la roca, parecía acariciar cada una de las grietas, tratando de arreglarlas. 

Escuché entonces el sonido de un pájaro. Alcé la vista y vi a una gran gaviota blanca. 
"Eso es un símbolo de paz." Pensé, pero pronto recordé que eran las palomas blancas quienes representaban tal anhelo. 

De pronto, el peso de la urna me recordó mi misión en aquel templo sereno. 
Di un paso hacia delante, dejando que una pequeña fracción de mis pies pudieran volar. 
Destapé el tarro, colocando cuidadosamente la tapa sobre la fresca hierva, que parecía una suave alfombra aterciopelada. 
Alcé el frasco de cerámica y lo incliné levemente. 
Las cenizas cayeron  lentamente por el acantilado, y para acompañarlas, unas lágrimas brotaron de mis ojos y unas palabras de mi conciencia: 

"Sé todo lo libre que yo no puedo ser."

viernes, 12 de mayo de 2017

Parte I.

Me desperté sudando tras una cabezada y me duché.
El agua helada potenció el efecto del café y me permitió acelerar mi marcha hacia la estación.


Llegué acalorado, con la esperanza de poder comprar un billete para el primer expreso de la mañana.
La taquilla abrió unos diez minutos después de mi llegada, sobre las siete y cuarto de la mañana, y adornaba a la estación con su tenue luz.
Yo era el único esperando para comprar un pasaje, así que no tardé demasiado.
Tras una breve charla con el dependiente, que tenía el pelo canoso y un aspecto somnoliento, partí con el papel en la mano rumbo al andén.


A las siete y media se anunció por megafonía que el tren que debía coger abría sus puertas y saldría en menos de media hora.
Me subí, y busqué mi compartimento privado. Una vez allí, me tiré sobre el asiento y, tras un aterrizaje forzoso, me recliné, me tapé la cara con mi fedora y me dispuse a dormir.


Tras una corta hora de sueño, el revisor pegó a la puerta y me pidió el billete. Una vez hubo comprobado que era original, me deseó buen viaje y me dejó en paz.
Así pues, pude disfrutar de cuatro cortas horas más de descanso en aquella butaca que, aunque tenía un tacto aterciopelado, acabó siendo tan incómoda como las viejas sillas de madera que gobernaban mi comedor.

viernes, 5 de mayo de 2017

Carta II.

Pasaron dos largas semanas desde enviar carta al recibir la respuesta.
Estaba escrita con una preciosa caligrafía roja sobre un papel adornado con motivos románticos.
Sin duda, para Matilde no era más pasatiempo.


Querido Ignacio,
No es molestia ayudarle en este negocio tan vital para usted como para mí.


El señor Basilio es un caballero de la alta sociedad barcelonesa, que  está aquí de visita para cerrar unos negocios.


La razón de su acercamiento a Cristina es burocrática, pues ella es la encargada de enseñarle la ciudad.
Sin embargo, parece que el empresario quiere algo más que una guía turística guapa.


Dese prisa en actuar, mi querido amigo.
Las apuestas van en su contra.


“No temas caer, o jamás te levantarás. “


Matilde Marcedí.


Aquella última frase me recorrió la mente durante horas, revolviendo mis temores.


Esa noche no pude dormir.
La imagen de Cristina paseando del brazo del señor Basilio me repugnaba.
Salí de la cama en busca de un vaso de agua. Lo llevé de la cocina al baño y me miré al espejo.
Estaba pálido, de miedo y de asco.
Bebí un buen trago y alcé, de nuevo, mis ojos al cristal.

Me concentré en mi mirada y me dije a mí mismo que ya era hora de levantarse.

viernes, 28 de abril de 2017

Carta I.

Arranqué la hoja de mi vieja máquina de escribir y decidí que si quería plasmar aquellas palabras, debían ser escritas dé la forma más noble y ancestral posible.

Le di la vuelta al folio, ocultando así cualquier diminuto rastro mecanografiado.
Alcé la mano y abrí el estuche. Cogí aquella vieja Inoxcrom que mi padre me regaló hace años, cuando empezaba en el oficio de la escritura; y me enfrenté al papel.

No sabía muy bien por dónde empezar, así que dejé que la estilográfica hiciera, una vez más magia, y resolviera por mí el problema.

Querida Matilde,
Me veo forzado a recurrir a ti.
No quiero ocasionarles ningún infortunio ni a ti ni a tu esposo, pero la situación lo reclama.

Necesito que me consigáis algo más de información.
¿Quién es ese tal Basilio y por qué está tan cerca de Cristina últimamente?

Necesito un poco más de tiempo para acallar mis inseguridades.
Gracias.

Ignacio P. Sarmiento.

Leí y releí aquella carta con el temor de quien ve sus tierras peligrar y reuní el coraje suficiente para enterrarla en un sobre con el destino:
Calle Santa María, 2.

miércoles, 19 de abril de 2017

La Legión.

Aún está reciente el olor a incienso cuando la plebe empieza a aplaudir.
Una decena de personas vestidas con camisas verdes remagadas, pantalones del mismo color característico, botas y chapiri. Todos ellos portan el CETME reluciente, con orgullo.
 A su paso, aplausos. Hay mucha admiración y respeto hacia ellos.

Ente el público, hay una niña que también aplaude, pero no sabe por qué.
Después del desfile de los militares ante ella y su familia, pregunta a su padre sobre el por qué de tanta admiración hacia la Legión.
Su padre, observado con atención por la inocente pequeña y por las personas a su alrededor, no sabe qué responder.
Tras una breve explicación de la figura paterna, la niña queda convencida sobre la grandeza indiscutible de los legionarios y vuelve a preguntar, con su bendita inocencia, por qué a su madre no le gusta, con lo importante que es.
El padre, ante esta pregunta le hizo ver a la curiosa primogénita que su madre no era capaz de ver lo que representaba la Legión.
 - ¿Y qué representa la Legión, papá? - Volvió a la carga.
 - Honor, amor por tu patria, protección... - Comenzó a enumerar una lista de palabras cuyo significado desconocía la pobre muchacha y articuló un simple "Ah" como respuesta a su padre.

Al día siguiente, ya en la intimidad del hogar, preguntó, de nuevo con la inocencia de un niño, pero esta vez a su madre por qué no le gustaba la Legión.
Ella, sorprendida por la pregunta, le dedicó una media sonrisa y le dijo que en unos años, cuando estudiara historia lo entendería.

lunes, 13 de febrero de 2017

Los medicamentos.

Vivimos en una sociedad enferma. O al menos es lo que podría pensar una persona que viera por primera vez la televisión española.

Pastillas, cápsulas y sobres, para el dolor en la espalda, en el cuello, o para aliviar ese resfriado tan molesto; complementos alimentarios,  esteroides para el gimnasio,  vitaminas para estudiar...
Es un completo bombardeo publicitario de productos químicos para enfermos.

Somos adictos a las pastillas. Es una realidad, a la par que un gran problema.
No somos capaces de resistirnos. Si nos duele la cabeza, tomamos una aspirina, si queremos dormir, volvemos al botiquín y escogemos otra que está guardada en otra caja.
Es demasiado cómodo, pues la solución a tu dolor está a tan solo dos pasos, esperándote en el baño o en el cajón de las medicinas.

Sin embargo,  ¿es saludable?
El sentido común me responde negativamente a esta cuestión.

Entonces, ¿por qué seguimos abusando de ellas?
Porque somos vagos y débiles. Cuanto más avanzamos tecnológicamente, y más cómoda hacemos nuestra vida, más vulnerables somos.

Somos adictos a las drogas, y a menos que cambiemos esa jugosa pastilla naranja con Vitamina C, por un zumo de naranja natural, a menos que cambiemos la pastilla milagrosa que nos ayuda a concentrarnos por una taza de delicioso café recién hecho, a menos que contemos ovejitas para dormir, seguiremos siendo presa de ellas.