El metro iba casi vacío, así que
pude elegir dónde sentarme. Como no me gusta estar solo, me puse enfrente de
una chica joven. Era rubia y poseía una belleza común pero precisa.
Como
tantos individuos, estaba absorta en su teléfono, pero, a veces, levantaba la
cabeza y miraba a todos lados —como si buscara una persona que la salvara— para
volver a caer en aquel infierno con forma de pantalla brillante.
En uno
de sus movimientos nuestras miradas se cruzaron. Fue sólo un instante, simple y
fugaz, pero juro que algo cambió dentro de mí. Apenas un segundo había bastado
para sembrar en mí algo, no sé muy bien el qué, pero era poderoso. Pero aquello
no fue todo. En sus ojos (que eras marrones claros) vi una extraña felicidad
superficial que ocultaba algo. Sin lugar a dudas, aquella mujer era un misterio
y quizás, nadie más se hubiera dado cuenta, así que decidí guardarle el secreto.
El
resto del trayecto intercambiamos miradas, jugando a estar distraídos y no
tener nada mejor que hacer, pero, a ambos se nos escapaban sonrisas inocentes
que nos delataban. Cuando llegamos a su parada ella salió pitando del metro y
yo, rápido de reflejos, decidí seguirla. La perdí entre la muchedumbre. Era
curioso que estuviera tan abarrotado el andén, teniendo en cuenta la ausencia
de pasajeros en el cubículo mecanizado. Pero por otra parte era lógico, pues
nuestra línea era poco transitada debido al recorrido, carente de interés laboral
a menos que fueras un estudiante o profesor. Además, era sábado.
Nervioso,
giré la cabeza en todas direcciones hasta que, la encontré. Andaba mirando su
teléfono hacia las escaleras mecánicas. Corrí, sorteando como podía a personas
de todas las edades. Cuando casi puso el pie sobre el escalón de acero le
grité: “chica, espérame”. Ella, sorprendida, se giró y, mientras subía, susurró
unos números que descifré de sus labios: “seis, tres, cinco, siete, siete,
nueve, tres, siete, ocho”. Después, justo antes de girarse de nuevo, un nombre.
Nerea.
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