Era una noche fría, propia de
diciembre. Yo andaba de vuelta a casa después de una noche de juerga con mis
amigos. Para ser justos diré que, aunque no iba borracho, sí que iba
“contentillo”. Mi calle estaba desierta, o al menos eso creía yo. A pocos
metros de mi casa, una chica, más o menos de mi edad; lloraba sobre el frío
bordillo de la acera.
Quizás fuera el alcohol, el que
consiguió que me sentara a su lado. Ella me miró, interrogante, y sin saber muy
bien cómo encajar que un desconocido se sentara a hacerle compañía.
Le ofrecí un cigarrillo. Aunque yo
no fumaba. De hecho, aquel paquete no era mío. Me lo había encontrado en el bar
y decidí llevármelo para mi tío. Negó con la cabeza, pero me pareció ver un
atisbo de sonrisa en su rostro. Guardé la cajetilla.
—
Vamos a mi casa, aquí hace frío. Desde allí
puedes llamar para que te recojan.
Asintió con la cabeza y, tras
levantarme, me tendió la mano para que la ayudara. Después, anduvimos los
escasos 50 metros hasta mi casa y entramos. Vi que tiritaba y pensé que quizás
tuviera fiebre, así que no dudé un instante en prepararle un chocolate
caliente. Era afortunada, nunca solía tener chocolate de hacer en casa, pero
aquella semana habían venido unos primos de Suiza y me habían traído una
tableta de “el mejor chocolate que jamás hayas podido probar”.
La llevé hasta el salón y la
cubrí con varias mantas. Encendí la chimenea, a pesar de que eran cerca de las
cuatro y media de la madrugada. Algo me decía que aquella noche iba a ser
larga. Esperé hasta que tuvo mejor aspecto, y cuando dejó de temblar inicié la
conversación:
—
Hola, me llamo Santiago. Ahí tienes el teléfono,
por si quieres llamar a alguien, aunque si lo prefieres, puedes pasar la noche
aquí. Puedo dejarte un pijama y acercarte mañana a tu casa.
—
Gracias. —Parecía tímida; sin embargo, era
normal—. Me llamo María.
—
Bonito nombre. Dime, María, ¿qué hacías a esa
hora llorando en la acera?
Entonces su mirada se ensombreció
aún más, y me asusté.
—
Podemos hablar de otra cosa, si lo prefieres. O
ver una película… Tengo una muy buena que…
—
Lloraba supongo que por desesperación —rio de
forma sarcástica—. Pensé que otro gilipollas era especial y que esta vez me
quería por lo que era, pero me equivoqué. Y lo pillé en la cama con otra,
seguramente igual de “única” como yo.
—
Vaya —lo cierto es que no sabía muy bien que
decir. Ella era muy guapa y parecía bastante inteligente—. Él no sabe lo que se
pierde. Pareces una persona muy inteligente… ¿Sabes? “El placer no está en follar. […] A mí me
seducen las mentes, me seduce la inteligencia…”
—
“... me seduce una cara y un cuerpo cuando veo
que hay una mente que los mueve que vale la pena conocer...”
—
“… Conocer, poseer, dominar, admirar…”
—
“¡Hay que follarse a las mentes!” —Lo dijimos al
unísono.
Hubo una conexión entre dos completos desconocidos. Algo
mágico. Fuimos cómplices de un momento de unión superior a cualquier acto corporal.
Y, después de aquel intenso y fugaz instante, cayó exhausta,
fruto del cansancio.
Esperé mirándola —incrédulo por lo que acababa de pasar— a
que el fuego de la chimenea se ahogara para poder dormir. Pero me consumí antes
que las últimas ascuas.
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