martes, 5 de septiembre de 2017

Amélie.

Cojo la chaqueta y abro la puerta. Quiero ir a pasear.
Salgo, no sin antes coger las llaves y cierro con sumo cuidado. No quiero que mi vieja vecina de rellano se despierte de la siesta.
Son las cuatro y el otoño reina en la calle.


Bajo las escaleras a buen ritmo, paseando la mano por la barandilla. Imaginando que es un pájaro que sobrevuela una meseta inmensa.
Cuando llego al final de la escalera el vuelo acaba, no sin antes ejecutar un último movimiento de libertad, un acto que libera al pájaro que vive en mi mano.


Salgo del portal y el señor Poulán me saluda. Como cada tarde espera a que sus niños regresen de la escuela, mientras él se fuma un cigarrito.
Yo, inocente como siempre, le devuelvo el gesto con una sonrisa algo tímida.


Avanzo en una nube de alegría. Tengo la sensación de que voy flotando entre una arboleda color sepia y un cielo turquesa.
Quizás sea esta canción, en la que el violín da puntadas de agonía y el chelo te reconforta el alma.
Realmente creo que estoy enamorada.


No puedo dejar de pensar en esta melodía, en sus toques cálidos, en sus desgarradores puntos. Me recuerda a él. A sus fríos ojos azules, a su cálida sonrisa.

Y lo único que puedo hacer es escuchar esta canción una y otra vez, como, si por arte de magia, me lo devolviera a mis brazos, besándome intensamente en una tarde fría de otoño como esta en un París gélido de amor.

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