jueves, 5 de octubre de 2017

El arte.

Entré, no sé muy bien por qué, a uno de esos lugares donde abundan cuadros y esculturas. Museos creo que se llaman. Ya saben al lugar al que me refiero. El sitio al cual va todo el mundo a contemplar retratos de escenas de hace años mientras suspiran. No les entiendo, de verdad. Quizás sea un auténtico paleto.
Bueno, iba andando por todas aquellas salas y vi una escultura de gran tamaño. Era de mármol y representaba a un dragón. Quedé maravillado. ¡Era tal y cómo me los imaginaba! Estuve como cinco minutos contemplándolo de arriba abajo e incluso saqué una foto disimuladamente con mi teléfono. Después pasé a un gran salón. En otra época estoy seguro que allí cenaban grandes reyes, pero hoy guardaba parte de la decoración de aquel entonces y un gran cuadro justo encima de la típica silla de banquete medieval que salen en las películas. Sin duda era la obra estrella del museo, pues  en aquel gigantesco salón apenas cabía un alfiler. Había como tres colas para ver aquel cuadro.
Tras unos diez minutos de espera pude ver, apenas dos segundos, el dichoso cuadro. No era para tanto, ¡eh! Era básicamente una fotografía de uno de los muchos reyes que gobernó el castillo, aunque, lógicamente, hecha pincelada a pincelada. El trazo era perfecto y la escena muy nítida. Pero a mí no me decía nada en especial, así que cuando el guardia me dijo que mi turno de contemplación había acabado no supliqué más tiempo. De veras que no entendía a todas aquellas personas. ¿Qué tenía de especial aquel retrato? Cuando salimos de allí, le pregunté a mi mujer por qué le gustaba tanto aquel cuadro, y ella me dijo que lo había pintado un gran artista de aquel mismo país. Luego estuvo un rato hablándome de técnicas pictóricas ¡cómo si ella fuera experta en el tema!
Llegamos entonces a una pequeñita sala. Aquí apenas había un par de parejas, contemplando un gran mural hecho sobre la misma pared. Cuando lo vi, me vino a la mente la movida hippie. Al lado del muro había un pequeño cartel que explicaba la historia de esta obra. Resulta que en los Años 60 un grupo de anti nucleares se atrincheró en el castillo a modo de protesta contra las políticas nucleares del gobierno de por aquel entonces. Durante su estancia allí se pasaban los días protestando y pintando cosas en lienzos para después colgarlos de la fachada. Un día se quedaron sin papel, así que lo hicieron en una de las paredes. Era magnífico. ¿Saben la nube en forma de hongo característica de las explosiones nucleares? Pues la imagen era esa, pero el humo tenía muchos colores, rojo, morado, verde, azul amarillo…; el contorno era negro y el fondo era un cielo azul, blanco y turquesa. Sin duda era lo mejor, junto a la estatua del dragón de la entrada, que había en el museo.
Mi mujer, pasados un par de minutos me pidió marcharnos, pues quería ir a otro museo antes de volver al hotel. Pero le pedí unos minutos más. Me preguntó por qué, si aquello era un dibujo de unos muchachos colocados. No imaginan cuánto me dolió aquello. “Un dibujo de unos muchachos colocados.” ¿Cómo podía decir aquello del mural? Era perfecto. Tenía sentimiento, preocupación. Tenía sentido. Ya sé que no era igual de perfecto que el cuadro del rey, pero, al menos transmitía humanidad. No era frío, como la mirada del monarca. Nadie lo había firmado. ¡Su objetivo no era pasar a la historia inmortalizando a alguien importante o un momento histórico! Su función era la de luchar. Por supuesto, ninguno de los que se habían quedado absortos con el bigote del señor de la gran sala lo calificó como arte, pero para mí, aquel colorido “dibujo” sobre unos viejos ladrillos era mucho más sincero que el otro.
De hecho, si te fijas bien puedes ver la figura de un payaso. ¡Qué genio el que lo hizo!

Ojalá entendiéramos que el arte no es sólo lo que basa en las reglas que nos han explicado desde pequeñitos. Porque un relato de Bukowski es igual de artístico que un poema de Machado, una canción de Fito igual que una sinfonía de Mozart, que “El David” de Miguel Ángel y “La Fuente” de Duchamp, un cuadro de Velázquez y un Solter (artista psicodélico. Jonathan Solter), o que una de Tarantino o Woody Allen no tienen nada que envidiarle a uno  de los teatros de Shakespeare. Porque sobrevaloramos lo que se acerca al canon que unos “viejos” nos han dado de lo que ellos entienden por arte y nos olvidamos de nuestro propio criterio, de lo que realmente nos transmite algo. Porque el arte no es otra cosa que aquello que nos transmite pasiones, sin importar la técnica ni la belleza.  “Al final el oro es oro, no importa si es de 14 kilates o de 21 kilates.

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