viernes, 12 de mayo de 2017

Parte I.

Me desperté sudando tras una cabezada y me duché.
El agua helada potenció el efecto del café y me permitió acelerar mi marcha hacia la estación.


Llegué acalorado, con la esperanza de poder comprar un billete para el primer expreso de la mañana.
La taquilla abrió unos diez minutos después de mi llegada, sobre las siete y cuarto de la mañana, y adornaba a la estación con su tenue luz.
Yo era el único esperando para comprar un pasaje, así que no tardé demasiado.
Tras una breve charla con el dependiente, que tenía el pelo canoso y un aspecto somnoliento, partí con el papel en la mano rumbo al andén.


A las siete y media se anunció por megafonía que el tren que debía coger abría sus puertas y saldría en menos de media hora.
Me subí, y busqué mi compartimento privado. Una vez allí, me tiré sobre el asiento y, tras un aterrizaje forzoso, me recliné, me tapé la cara con mi fedora y me dispuse a dormir.


Tras una corta hora de sueño, el revisor pegó a la puerta y me pidió el billete. Una vez hubo comprobado que era original, me deseó buen viaje y me dejó en paz.
Así pues, pude disfrutar de cuatro cortas horas más de descanso en aquella butaca que, aunque tenía un tacto aterciopelado, acabó siendo tan incómoda como las viejas sillas de madera que gobernaban mi comedor.

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