jueves, 2 de agosto de 2018

Los mismos ojos.

Paseábamos juntos por la playa. Llevábamos un buen rato cuando dijiste de tumbarnos sobre la arena. Estaba tibia y el sol, casi escondido. Pero, era un placer estar allí, contigo, los dos solos. Coloqué cuidadosamente la toalla en la arena, dando la sensación de ser una alfombra. Te sentaste, cruzando tus piernas. Yo aproveché aquella postura para usarlas de almohada, eran muy cómodas. Los desniveles de la arena hacían que la postura fuera un poco incómoda, así que me agité. Tú me miraste extrañada y sonreíste. No sé si era fruto de la apuesta de sol, o simplemente tu presencia, pero me gustaba aquello. Quizás podría decirse que me sentía alegre. 

Empezaste a jugar con mi pelo, formando remolinos entre mis rizos y uniéndolos en trenzas o pequeñas coletas. Debía ser gracioso porque reías cual niño pequeño en aras de sus travesuras. Aquella era la mejor banda sonora, el silencio de dos seres que se entienden sólo con miradas y las carcajadas. De vez en cuando abría los ojos y te miraba, pero tú no lo sabías, porque mis gafas reflejaban los últimos rayos. Debía ser duro querer mirar el alma de alguien y no ver más que los reflejos de unos cristales de espejo azul. En cambio, yo sí que veía los tuyos. Cuando reían, irradiaban felicidad pura y sincera. Cuando callabas, dolor. 

Rememoré los años que antecedieron a aquel momento. Tenías esa misma mirada de infelicidad e incomprensión. Quise preguntarte qué es lo que te comía por dentro, pero hacía demasiado tiempo que me rendí. Conocer a las personas las humaniza y eso es un problema. Puedes llegar a entenderlas, o no; pero sufres con ellas. Odio eso, por eso prefiero perderme entre la espuma de la cerveza. Dicen que hay quien bebe para olvidar, otros para escapar; yo, simplemente, para no sentir.


Cerré los ojos y giré la cabeza. Tú no te diste cuenta y seguiste en tu tarea. Al menos, mientras jugabas con mi cabello podías ser feliz.

No hay comentarios:

Publicar un comentario