martes, 25 de febrero de 2020


Antonio aparcó su viejo Honda Accord junto al Nissan Qashqai de su amigo. Al lado del suyo, aquel coche parecía de última generación. Antonio abrió el maletero y sacó las cosas para la pesca. A lo lejos, Nicolás lo saludó. Él le devolvió el saludo. Cogió su caña y el cubo en el que llevaba los anzuelos, las plumillas, los plomos y los cebos. También llevaba un pequeño machete. Antonio anduvo hasta Nicolás, que estaba terminando de preparar la lancha. No era un gran barco, pero era suficiente para los dos.


—Buenos días —lo saludó Nicolás.
—Buenos días, Nico. Dejo esto aquí, voy al coche a por la nevera. He comprado Heineken.

Nicolás asintió y cuando su amigo se marchó aprovechó para cargar lo que Antonio había dejado allí. Tardó poco, así que apenas tuvo tiempo para poner en marcha el motor. El agua estaba quieta, pero el barco se tambaleaba un poco a causa del movimiento de los dos hombres. El cielo estaba despejado. Aun así, hacía frío.

Cuando Antonio se montó, Nicolás quitó las amarras e impulsó el barco, luego cogió el timón. La lancha salió del puerto despacio, luego aceleró. El ruido del motor y del viento impedían la comunicación entre los dos amigos. Su silencio duró unos quince minutos, el tiempo que tardaron en llegar al Cañaveral. Pararon el motor, Nicolás echó el ancla y Antonio empezó a preparar su caña. Después, Nicolás hizo lo propio con la suya. Ya sólo tenían que esperar.

—Hacía mucho que no nos veíamos, ¿qué tal va todo? —Nicolás rompió el silencio.
—Es cierto, he estado bastante liado. Pero todo va bien. Y tú qué, ¿qué te cuentas?
—No hay mucho nuevo.

Antonio miró a su amigo, incrédulo, sabía que algo había pasado. Nicolás no lo miraba, estaba concentrado en el agua. Antonio esperó unos segundos, volvió su cara hacia el mar y preguntó:

—¿Estás seguro de que todo va bien?
—Sí, ¿por qué?
—Me has llamado. Sólo me llamas cuando las cosas no van bien.

El silencio incómodo volvió. Ambos siguieron concentrados en el mar. Después de unos minutos Nicolás abrió la boca.

—Me ha echado de casa —Antonio se giró para mirar a su amigo—. Natalia me ha largado. Me ha dicho que ya no me quiere y que lo mejor para las niñas es que me busque otro sitio. Me ha dado una semana.
—¿Qué? ¿Por qué? ¿Pero ha pasado algo?
—No. Las cosas parecían estar bien. Ya sabes que después del aborto la cosa se puso chunga. Ella casi perdió su trabajo y yo tuve que viajar mucho y, bueno, casi lo dejamos. Pero ahora las cosas estaban bien. Salíamos mucho con las chicas. Íbamos al cine, a pasear, a la playa… —Nicolás resopló.
—Es muy raro todo. Deberías hablar con ella, que te diga por qué ya no te quiere. Mereces una explicación.
—Probablemente, pero no sé si quiero hablar con ella.
Nicolás no parecía triste, tan solo impasible. Antonio no sabía muy bien qué hacer.
—¿Tienes dónde quedarte? Puedo hablar con María y te arreglamos la habitación de invitados en un santiamén.
—No te preocupes. Gracias. Puedo pagar un hotel.
—Claro que me preocupo. Somos amigos desde los cinco. Nos criamos juntos y siempre hemos estado el uno para el otro, en las buenas y en las malas —Antonio le dio un golpecito a Nicolás en la pierna—. Quédate con nosotros unos días, hasta que encuentres algo.
—¿Y mis cosas? ¿Qué hago con ellas? No puedo irme de esa casa, mi vida entera está ahí. No puedo.

Nicolás negó con la cabeza. De sus ojos seguían sin brotar ninguna lágrima. Antonio seguía mirándolo, en silencio, sin saber muy bien qué hacer. ¿Qué le dices a tu mejor amigo cuando su mujer lo ha echado de casa sin motivo aparente? Nada, sólo puedes acompañarlo en su llanto.

Entonces se hundió la pluma de Antonio. Había picado algo. La de Nicolás también se hundió. Ambos empezaron a recoger el sedal. Lo hacían lo más rápido que podían, pero eran algo lentos. Había pasado demasiado tiempo desde la última vez y estaban algo oxidados. Aun así, Antonio consiguió subir al barco un maravilloso pargo. Nicolás, que tuvo que luchar más con su adversario, sacó un pez araña. Ambos empezaron a gritar nerviosos. «Córtalo, córtalo». Antonio, con sumo cuidado de no ser rozado por ninguna de las espinas, cortó el sedal. El pez cayó al fondo, arrastrando consigo el anzuelo.


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