Era una mañana cálida de principios
de verano. El sol empezaba a despertar y a saludar a los habitantes
de aquella ciudad. Las calles respiraban un tranquilidad extraña de
no ser por la hora que era, al igual que su bloque. La piscina estaba
vacía, sus vecinos en total silencio y los pajarillos comenzaban a
entonar su dulce canción que combatía a los molestos despertadores.
Sin embargo, él ropía aquella postal
de calma.
Tenía una entrevista para trabajar en
una importante empresa nacional e iba tarde. Se había quedado
dormido y no había tenido tiempo de desayunar. De hecho, salió de
su casa con las tostadas en la boca, el maletín en una mano y el
traje gris pálido mal colocado.
Bajó las escaleras a todo correr, con
fortuna de no caer rodando en más de una ocasión, y como si de un
acróbata del circo se tratase, logró saltar el último tramo de
escaleras de un gran salto y aterrizar de pie e inclinarse, a la par
que abría su coche, que lo esperaba a 5 metros de aquel improvisado
escenario. Era él mismo, siempre que podía lo hacía (siempre que
nadie rondara la zona, para impedir burlas).
Dos minutos después de aquel acto,
cual rayo en mitad de una tormenta, su coche recorría con velocidad
las, todavía, vacías calles de la ciudad.
A lo largo del camino, cuanto más se
acercaba a su objetivo, aquella enorme edificación localizada en el
centro del distrito comercial; iba perdiendo fe en sí mismo.
Era la tercera entrevista, en busca de
un trabajo, que además de no gustarle, posiblemente tampoco le
garantizaría una estabilidad en su vida.
Estaba cansado de todo aquello, pero,
¿qué remedio existía para él? Había opciones, siempre las hay.
Aguantarse con lo que tenía, o buscar nuevas cosas, dejando atrás
todo aquello...
La entrevista fue un desastre. Llegó
tarde y no encajó en el perfil que buscaban, de hecho, acabó
peleandose con el hombre, también trajeado, que lo martirizó
aquella mañana.
Estaba demoralizado, hundido. Otro
fracaso cosechado en busca de un prometido trabajo que no llegaba.
Mientras se arrepentía de haber votado
a aquellos que les hsbían prometido una función bien pagada a
cambio de tiempo y, por supuesto, su voto, encendió la radio.
Bendita elección. Posiblemente aquella
desición fuera lo único postivo que había ocurrido en aquella
mañana.
Ahogado en sus penas, una canción
consiguió cambiarle el semblante. Era la magia de la música.
Esa canción fue como un hechizo. Tenía
un mensaje positivista que te animaba a buscar la felicidad y a no
rendirte. [...]
Arrancó el coche, y en lugar de
regresar a casa, decidió que hoy tocaba coinducir sin dirección,
disfrutando de cada kilómetro, de cada metro, de cada segundo que
controlaba aquella máquina con ruedas.
Condujo durante horas, hasta que
anocheció. Al salir las estrellas, aparcó el coche y se tumbó en
el capó.
No era una noche fría y eso le ayudó
a contar las estrellas, luceros que aquella noche eran sus sueños. Y
al ver la luna supo que aquella noche le tocaba ser feliz, y que ese
místico satélite era el guía que le llevaría hacia sus sueños,
muchos de ellos imposibles; pero que en un conjunto, darían lugar a
las estaciones que el tren, al que él llamaba vida, recorrería.
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