jueves, 10 de marzo de 2016

El cenicero.

Había sido un día nublado, tanto en el exterior, donde los transeúntes paseaban con miedo a que lloviera; como en su interior, donde sus sentimientos, enfrentados, disputaban entre ellos para tomar la decisión correcta.
Si hubiera llegado hace poco a aquel lugar no le hubiera importado dejarlo atrás despidiéndose de sus conocidos. El problema es que una parte importante de su vida estaba allí.
Llegó huyendo de si misma, con la intención de encontrar en aquel pueblecito una pizca de su esencia, algo que le ayudara a crecer. Pero aquel no era un pueblo normal, era un lugar mágico.

El primer día pensó que no sería bien recibida, ya que rompería con la postal tradicional del pueblo; pero no solo eso no ocurrió, sino que, con la magia de aquel lugar, fue bienvenida con los brazos abiertos, y gracias a los magos de aquella villa, se sintió una más desde el primer día.

Rápidamente encontró un trabajo, algo con lo que poder pagar el alquiler, y darse algún capricho de vez en cuando, aunque en el pueblo lo único que hubiera fueran cosas caseras y complementos acordes con la moda del lugar. Su ocupación no era algo muy prestigioso, pues solamente servía copas en el bar del pueblo, pero si que le sirvió para enriquecerse de las historias que le contaban.
Como buena psicóloga que era, escuchaba a los clientes que iban tarde tras tarde a ahogar sus penas en alcohol. Amaba aquello.
No ganaba mucho económicamente, pero le reconfortaba ser capaz de ayudar a los pueblerinos que no pasaban por su mejor etapa, alegrarse con las alegrías de ellos, e incluso poder llorar con las historias de amor de los más ancianos.

Las personas de aquel pueblo pronto empezaron a cogerle cariño a aquella “ciudadana”, como ellos la llamaban, que había querido cambiarlo todo por empezar de cero allí, y por acompañarlos en sus tardes de brisca, cinquillo o dominó.

En aquel lugar mágico, había descubierto la esencia de la vida, y había cambiado y aprendido mucho, gracias a ellos.
Aprendió lo que era el amor verdadero, gracias al grupo de “abueletes”, como ella los llamaba cariñosamente, que le contaban historias donde ellos eran los protagonistas.
También aprendió el valor de las cosas, cuando vio al dueño del local regalándole a un viejo conocido un cenicero. Podría ser un recipiente normal, pero aquel guardaba en su interior las cenizas de una gran amistad.

Pero no solo ella consiguió cosas de ellos, aquellos hombres y mujeres que se relacionaban día a día con ella obtenían una visión diferente de las cosas.
Los más jóvenes, por ejemplo, deseaban abandonar aquella zona y emprender un nuevo camino que les llevase la ciudad, pero tras hablar con ella vieron que lo que ellos tenían era mucho más valioso que lo que cualquier ciudad podría tener.



Sin embargo, aquella noche en la que sus sentimientos estaban encontrados, debía tomar la mayor decisión de su vida. Le había llegado una oferta de trabajo para realizar lo que realmente le gustaba, ganando una fortuna. A cambio, debía olvidar esta villa, marcharse del pueblo. Dejar una parte de ella, tal vez la mejor, en un cenicero del bar donde trabajaba.

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