Aquella mañana era
fría, no solo por la temperatura, sino más bien por la situación.
El barco salía a
las 7.45 de la mañana, en él irían unos 10 marineros en busca de
pescado que poder recolectar, para meses más tarde, venderlo a una
multinacional y que ellos se encarguen de hacer consumibles baratos.
Tenía fe en que su
familia fuera a despedirse, iba a ser un largo viaje, en el que iba a
estar solo y quería llevarse un recuerdo de ellos, un abrazo.
Pero era una familia
rota. Sus padres querían una cosa para su hijo, él en cambio, optó
por seguir su propio camino, senda que le iba a llevar a estar varios
meses en alta mar mojado y luchando, junto con sus compañeros, por
traer de vuelta un par de toneladas de pescado […]
Como era de esperar,
ningún familiar estaba allí para despedirse. Habían un par de
viejos amigos, a los que invitó a un café, pero nadie más.
Pasaron los meses, y
hubo tormentas, muchas tormentas; aunque también salía el sol de
vez en cuando. Pero sobre todo, tuvo mucho tiempo para sí mismo,
para pensar en todo… Y pensó en ellos, en sus padres.
No necesitó un
proyector, pues aquel drama se lo sabía de memoria. Suponía que
aquella situación era el fruto de un árbol que tenía un cúmulo de
circunstancias como hojas, situaciones, que lejos de arreglar las
cosas, lo único que hacían eran destrozarlas. Era la magia humana,
capaz de destrozarlo todo.
Pero no perdió la
fe, y un día regresó de aquella aventura, con un repugnante olor a
pescado, las manos agrietadas y secas; y una medio sonrisa en la
cara. Volvía a tierra, volvía a su hogar, volvía a aquella guerra
que los estaba matando a todos.
Posiblemente aquel
conflicto era culpa de ambos bandos, o igual solo era un cúmulo de
circunstancias.
Aquella historia no
tendría final feliz. En una guerra nadie gana, y aunque ellos lo
sabían, también conocían que el perdón no arregla las cosas.
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