domingo, 6 de marzo de 2016

Las máscaras.

Llegaba tarde, esa noche era la fiesta más importante del año. El baile de máscaras.
Cuando llegó al lugar, le recibieron con un refrigerio a la entrada; bebida que por educación no rechazó.

El viejo palacio, a la par que lujoso,  alojaba a por lo menos mil habitantes de aquel pueblo, todos con sus bonitas máscaras.
Hacía una temperatura envidiable, aunque por aquella zona, abril era un tiempo cálido.

Lo cierto es que él no quería llevar máscara,  pero todo el mundo le felicitaba por la calidad y la belleza de la suya. De hecho, podría ganar perfectamente el concurso de máscaras.
Sin embargo, decidió quitársela. Y es lo que hizo, la arrancó de su joven cara y la tiró con  desprecio hacia el suelo. Pero aquel acto fue la oportunidad para que alguien recogiera el objeto y ganara el premio a mejor máscara, que además de fama le daba dinero [...]

Se acercó la hora del baile, y con ella, la sala principal se fue llenando de máscaras de todos los colores además de una explosión, resultante de la mezcla inflamable de los diferentes perfumes...

Al compás de la música las parejas bailaban de forma mística, hacia delante, hacia atrás...
Y en un lado de la sala estaba él, con la cara descubierta, mirando a todos lados con temor a que vieran que era el único verdadero en aquel lugar.
Pero en uno de esos movimientos de su cuello, sus ojos encontraron la mirada perdida y triste de una chica, que ocultaba su tristeza bajo un precioso antifaz rosado.
Fue un solo segundo en el que sus ojos marrones reconocieron el dulce azul de su mirada. Y aquel momento fue suficiente para que ella dejara atrás su máscara, junto a ella, la tristeza.
Ya no tenían miedo, ya no estaban tristes; y, aunque les cerraron las puertas del cielo, sabían que en aquel lugar lleno de ángeles,  los únicos querubines eran ellos.


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